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Setas, setas, setas Parte II

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  —Vale, a ver si lo entiendo —recapituló Bruno—. Hemos venido a un hospital abandonado, donde se han producido varios sucesos inexplicables, entre ellos la desaparición de una pareja de adictos que se servían de este lugar como fumadero de opio, para consumir unas setas alucinógenas que tu abuela pastillera se olvidó en la cocina. Cris bufó. —Mira, lo primero de todo, si lo cuentas así parece el argumento de una película mala de terror de serie B. Lo de las desapariciones son una coincidencia, la gente desaparece constantemente en todos los sitios. Este hospital es el único lugar resguardado donde podemos tomar las setas sin que nadie más se entere. Y segundo, mi abuela no es una pastillera. Es una mujer explorando su senectud de manera creativa. —Vale Cris, pero venir al hospital a comer esto no es buena idea. ¿Por qué no vamos al bosque? Vamos a la orilla del reguero que hay cerca del puente y lo hacemos ahí —propuso Alex. —No. El bosque no es buena idea. —Valero había p...

Setas, setas, setas. Parte I

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  El sol era una esfera anaranjada medio velada por unas densas nubes grises. El viento soplaba y arrancaba susurros de las hojas de los árboles y quejidos de la madera reseca. Los cuatro estaban de pie, observando los restos de lo que fue en su día en Hospital Duquesa Marjorie. Una mole de hormigón gris que el tiempo había veteado con colores oscuros, de ventanas sin cristales tras las cuales se extendía una oscuridad casi inescrutable incluso a plena luz del día. Los chicos no sabían exactamente porqué, pero les daba la sensación de que el edificio los vigilaba, aguardando pacientemente a que cruzasen sus dinteles. —Bueno, ¿van a venir o qué? —preguntó Bruno mientras sacaba un cigarro de la cajetilla y se lo llevaba a los labios. —Sí. Ella me ha escrito al móvil hace sólo veinte minutos. Están de camino —repuso Silvia. Alex, que se encontraba entre ambos, se giró para observar el camino de grava que surgía del bosque. —Pues que se den prisa, sea lo que sea lo que nos tien...

Señor Verde

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  El Señor Verde llegó a su casa dos noches después de que falleciese su abuela. A sus once años, Saúl ya sabía lo que significaba el término “herencia”, lo había visto en algunos programas de la televisión e incluso había leído sobre ello en alguno de los libros de terror que solía llevarse a escondidas de la biblioteca del colegio, sólo que no se había imaginado que tuviese que preocuparse por él tan pronto.  Su padre volvió a casa cerca de medianoche, cuando las calles habían enmudecido y sólo se escuchaba el ocasional aletear del ala de algún pájaro nocturno. El niño se asomó ligeramente al pasillo en cuanto escuchó el sonido de la cerradura, y vio cómo su padre entraba en casa con los hombros caídos y cara de agotamiento. Llevaba una bolsa de plástico blanca en su mano derecha, y ésta pendía de un lado al otro con el vaivén de su movimiento. Su padre dejó las llaves sobre la mesa de la entrada, se frotó los ojos y suspiró. Después, como si dentro de su cabeza alguien ...

Un suspiro

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  Un suspiro La mujer llora e implora de rodillas. Sus tirabuzones castaños se mueven de un lado al otro, describiendo bellas formas que únicamente mi ojo puede captar. Los soldados persas le escupen, se burlan de ella. Uno de ellos, el que parece un toro sin cuernos, le arrebata al recién nacido de entre los brazos y lo zarandea con fuerza. Huelga decir que he visto a Dionisio tratar mejor a sus tinajas de vino en las bacanales que organiza por las noches en el Olimpo. La mujer grita más fuerte y trata de ponerse en pie. Incluso herida y humillada, sus ojos centellean con la fiereza de una loba cuando se trata de defender a su prole. Bravo por ella.   Otro de los persas se adelanta y le propina una patada en la boca. La mujer cae al suelo, ocultando sus labios sangrantes entre sus manos. Las gotas rojas resbalan entre sus dedos y tiñen la arena del color del arrebol. Arrugo el ceño y doy un paso hacia adelante. Pero una mano segura y férrea me agarra del antebrazo. -N...

Relato: El muñeco de Salazar

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  El muñeco de Salazar De vez en cuando, salgo a pasear por los campos que hay cerca de mi casa. Disfruto de la calidez de los rayos del sol mientras mis piernas y mi mente emprenden un viaje sin rumbo que tiene un efecto catártico sobre mi alma. Hace un par de años, estos campos ardieron por el descuido de un grupo de muchachos que se divertían abrigados por la oscuridad en las noches otoñales. Todo esto que ahora contemplan mis ojos no era más que un negro páramo, donde no había ni una brizna de hierba verde que animase la vista. El fuego había consumido la esencia misma de la naturaleza y, durante unos meses, parecía que la victoria de las ascuas sobre las plantas había sido absoluta. Pero entonces, la primavera regresó y las plantas nacieron de nuevo; las flores motearon el manto de césped verde con su alegre pigmentación, y los árboles, recuperados y con una energía renovada, volvieron a dar frutos. Ahora camino tranquilo entre la vegetación, disfrutando de la suave brisa del ...