Relato: El muñeco de Salazar
El muñeco de Salazar
De vez en cuando, salgo a pasear
por los campos que hay cerca de mi casa. Disfruto de la calidez de los rayos
del sol mientras mis piernas y mi mente emprenden un viaje sin rumbo que tiene
un efecto catártico sobre mi alma. Hace un par de años, estos campos ardieron
por el descuido de un grupo de muchachos que se divertían abrigados por la
oscuridad en las noches otoñales. Todo esto que ahora contemplan mis ojos no
era más que un negro páramo, donde no había ni una brizna de hierba verde que animase
la vista. El fuego había consumido la esencia misma de la naturaleza y, durante
unos meses, parecía que la victoria de las ascuas sobre las plantas había sido
absoluta. Pero entonces, la primavera regresó y las plantas nacieron de nuevo;
las flores motearon el manto de césped verde con su alegre pigmentación, y los
árboles, recuperados y con una energía renovada, volvieron a dar frutos. Ahora
camino tranquilo entre la vegetación, disfrutando de la suave brisa del verano y
del piar despreocupado de los pájaros, que me observan con ojos negros desde
sus nidos. Todo ha vuelto a la normalidad, pero, en el fondo, sé que, bajo el
manto frondoso de la nueva vegetación, la tierra recuerda. Recuerda el humo,
las llamas y la destrucción; bajo ella, las raíces de las flamantes plantas aún
pueden saborear el amargo gusto de las cenizas, se sustentan en los restos de
sus hermanas muertas; el aire todavía sopla temiendo que negras nubes vuelvan a
anegarlo todo, tapando el campo con un manto de tóxicas tinieblas. Sí, la
tierra recuerda. La tierra aún llora.
Esto mismo puede ocurrir con las
personas. Cuando alguien nos hiere de una manera traumática, aunque no haya
sido a propósito, nuestro corazón se resiente y necesita tiempo para sanar sus
heridas; para volver a pintar de verde los negros campos del recuerdo. Y, si
tienes suerte y tu alma tiene el coraje necesario para poder perdonar, puede
que un día ese recuerdo vuelva a tener la belleza y la exuberancia que un día
lució. Mi corazón aún no está sanado, de hecho, no sé si volverá a sanar por
completo, pero ha recobrado fuerza. Ahora siento que soy capaz de hacerlo. Soy
capaz de volver tras mis pasos, excavar en el cementerio de mi memoria y
exhumar el recuerdo de Salazar.
Si a lo largo de mi vida he
conocido a alguien que mereciese la etiqueta de “especial” ese fue, sin lugar a
dudas, Salazar Carvallo. Salazar y yo nos conocimos durante nuestros años de
universidad. Yo estaba cursando la carrera de escenografía y dirección teatral
y, por aquel entonces, me consideraba la persona más apasionada por las artes
que caminaba sobre la faz de la tierra. Todo eso cambió cuando le conocí a él.
Recuerdo el primer día de clase, cuando vi a Salazar cruzar la puerta de la
universidad, con sus ojos castaños abiertos de par en par estudiándolo todo, su
pelo revuelto y despeinado, sus finos labios contraídos en una sonrisa
nerviosa, y un montón de guiones teatrales que apretaba con fuerza contra su
pecho, como si fuesen su escudo. Hubo algo en su mirada distraída, en sus
excéntricos ademanes y en su jovial actitud que me cautivó al instante. Era
alguien completamente diferente a todas las personas que había conocido hasta
el momento, y mi irrefrenable curiosidad hizo que no tardásemos mucho en trabar
amistad. Cuando pude conocerle a fondo, quedé fascinado por el dechado de
virtudes de las que el extraño hombre hacía gala. Salazar era tremendamente
confiado y benévolo. Nunca se metía en ningún lío y no había persona en toda la
universidad que pudiese decir una mala palabra sobre él. Era divertido, pero
sin resultar fatigoso; tenía carisma, pero la suficiente como para que no se
convirtiese en narcisismo, y tenía una agradable actitud infantil frente a la
vida, pero ello no le impedía desplegar una tremenda profesionalidad y seriedad
cuando la situación lo requería. Pero, si había algo que destacar de Salazar,
era su tremenda pasión por las artes. Salazar era un dramaturgo en ciernes, le
encantaba escribir escenas y obras. Había realizado un par de trabajos como
actor en algunas representaciones teatrales de calidad. Le apasionaba la
guitarra y era increíblemente bueno con los punteos; le encantaba bailar,
aunque no era muy bueno en ello, incluso, de vez en cuando, solía entregarse con
entusiasmo a los designios del pincel y las pinturas. Salazar no hacía otra
cosa en su tiempo libre más que practicar sin descanso, una y otra vez, hasta
llegar a conocer y dominar los elementos básicos que conformaban los principios
del arte al que se entregaba. Sí, he de confesar que encontré la compañía de
Salazar tremendamente estimulante e inspiradora. Cuando nos graduamos, nuestros
destinos siguieron el mismo curso, ya que decidimos alquilar juntos un pequeño
piso en la ciudad. Nada del otro mundo, sólo una vivienda de dos habitaciones,
con un salón, un baño y una cocina. El espacio era suficiente como para tener
nuestra intimidad, y lo suficientemente silencioso como para permitir que nos
sumergiésemos en los quehaceres de nuestras profesiones sin demasiadas
distracciones del exterior. Aún recuerdo ese día vívidamente. Estaba en el sofá
del salón, sorbiendo una taza de café y entregado a la lectura de un libro,
cuando la puerta se abrió de golpe, revelando tras ella la figura de Salazar.
- ¡Lo tengo, Héctor! ¡Lo tengo!
Salazar entró en el salón, con su
pelo alborotado como de costumbre y una sonrisa infantil trazada en el rostro.
Dejé la taza sobre la mesa y lo miré. Iba vestido con unos vaqueros azules y
una camisa verde remangada hasta los codos. Portaba una enorme caja de cartón,
en cuyo interior algo sonaba con los vaivenes del movimiento.
-Me alegro, Sal. Pero ¿qué es lo
que tienes exactamente?
-Me he pasado semanas pensando. Estoy
un poco aburrido de los diálogos barrocos, de los caballetes y las manchas de
pintura, así que me puse a pensar. ¿Qué faceta del arte podría abordar ahora? ¿A
qué puedo dedicar mis esfuerzos y qué me ayudaría a ganar puntos en mis
actuaciones?
Me encogí de hombros ante su
mirada inquisitiva.
Dejó la caja de cartón con
delicadeza sobre la mesa, y volvió a mirarme mientras sonreía emocionado.
-Vamos, Héctor. Eres un tío
listo. ¿Qué podría haber dentro de la caja misteriosa?
-Ni idea, Sal. Dímelo ya y corta
con esto, que estaba en mi momento de descanso.
Ahora fue él quien se encogió de
hombros. Sin dejar de sonreír, posó sus manos sobre la tapa de la caja y con un
“tachán” la abrió de par en par.
En el interior de la caja,
reposando sobre un lecho de hojas de periódico como un muerto reposa en su
ataúd, había un muñeco de ventrílocuo. Su tez de madera tenía manchas de polvo
y estaba veteada de líneas pardas. Tenía dos enormes y saltones ojos azules,
que observaban con indiferencia el horizonte. Su pelo era una pieza moldeada de
madera y teñida de un color rubio chillón. Vestía un elegante chaqué negro que
alguien había confeccionado a medida. La levita estaba un poco deshilada, pero
aún era una pieza admirable de sastrería. Su cuello estaba adornado con una
pajarita verde medio torcida, y su boca articulada tenía trazada una eterna
sonrisa que me resultó un tanto perturbadora. En la parte trasera, un hueco
permitía a su dueño meter la mano y, sirviéndose de un palo con un gatillo,
podía mover la boca a su antojo.
No era de los mejores dummies que
he visto en mi vida, pero para comenzar era algo más que aceptable.
- ¿Qué? ¿Qué te parece? Lo he
comprado hoy en el rastro a una anciana. No sé a dónde marcharía, pero
cualquiera diría que se había propuesto vender toda su casa. La mujer vendía de
todo, desde ropa a escobillas del baño.
Me quedé mudo durante un segundo.
Los ojos del muñeco parecían mirarme, esperando un alago hacia su figura de madera.
- ¿Ventriloquía? ¿En serio,
Salazar?
- ¿Qué pasa? -dijo él- Imagínate
lo bien que este capullín y yo vamos a quedar cuando cerremos el número con un
monólogo bien preparado. Lo antiguo se está poniendo de moda, Héctor. Verás
como esto se convierte en mi seña de identidad.
- Tú eres el genio. Si lo dices,
tendré que creerte.
Volví a tapar la caja para
ocultar el rostro de la marioneta.
-Por cierto, espero que no se te
haya olvidado que hoy tenemos que ir a la estación a recoger a Tobías.
Cierto. Tobías.
Tobías Carvallo era el primo
menor de Salazar. Era todo un prodigio de la música y tocaba con soltura cuatro
instrumentos diferentes. Había sido él el maestro de Salazar en el arte de la
guitarra y la persona que lo apoyó de manera incondicional cuando comentó en su
familia de banqueros que quería ser artista. Tobías venía a la ciudad a
realizar una audición para el puesto de solista de piano en la orquesta de la
comunidad.
Tres horas después Salazar y yo
nos encontrábamos en la estación, viendo como un mar de gente y maletas se
desplazaba de un lado para otro, escuchando voces que hablaban con tono
monótono desde la megafonía y buscando con la mirada a un chico de baja
estatura y ataviado con una de esas boinas francesas. Tobías no tardó mucho en
aparecer entre la marea de cabezas que asolaban la estación, con una expresión
calmada y arrastrando tras de sí una maleta azul con un estampado de cuadros
rojos. Cuando nos encontramos con él, éste nos contó que el tren se había
retrasado y habían estado dos horas parados en medio de la nada, lo que había
acabado por agotar su paciencia y su energía. Tras convencerle de que no era
necesario poner una hoja de reclamaciones, nos dirigimos a casa con los
estómagos aullando de hambre.
Ascendimos por las escaleras de
nuestro edificio, y al llegar al rellano de nuestro piso, la puerta de la
derecha se abrió. Eugenia, nuestra vecina, apareció en un recoveco entre la
puerta y la jamba, con su cara regordeta, su sonrisa afable, y sus diminutos
ojos estudiándonos a los tres detrás de unas gafas redondas.
-Buenas tardes, chicos. ¿Quién es
el apuesto caballero?
-Me llamo Tobías, señora. Soy el
primo de Salazar -Tobías extendió la mano y saludó a Eugenia.
-Vaya, ¿tú también vienes de
Marte, como tu primo?
Tobías nos dedicó una mirada
confusa mientras nosotros reíamos por lo bajo.
-Olvídalo, niño. Cosas de viejas.
Ah, por cierto, ayer me sobró un poco de pollo al ajillo, por si queréis
comerlo y que lo pruebe Tobías. Cariño, hago el mejor pollo al ajillo de todo
el mundo. Y no es un decir.
Eugenia era una bendición de
vecina. Por supuesto, y siguiendo con la tradición del país, era una cotilla
sin remedio, pero nunca iba divulgando por ahí las intimidades de sus vecinos.
Sólo Dios sabe qué hacía ella con esa información. Siempre había sido muy
respetuosa con nuestra intimidad, y los recurrentes obsequios de deliciosa
comida nos daban un aliciente para llevarnos bien con ella. Nunca venía a
visitarla nadie, así que creo que llegó a considerarnos a Salazar y a mí los
nietos que nunca tuvo.
Tras despedirnos de la mujer y
aceptar tres tuppers de suculento pollo, busqué las llaves en mi bolsillo y
abrí la puerta.
Al llegar, dos enormes ojos
azules me recibieron desde el salón. La caja del muñeco estaba abierta y puesta
verticalmente sobre la mesa, de modo que parecía que estaba a punto de echar a
andar. Extraño. Aún hoy juraría que, antes de irnos a la estación, dejé la caja
tumbada sobre la mesa y con la tapa cerrada. Tobías decidió que el sofá haría
las veces de cama, y rápidamente se hizo un hueco en el armario de su primo
para dejar su ropa. Mientras comíamos, Salazar le comentó a Tobías que se iba a
embarcar en un viaje al mundo de la ventriloquía. Cuando lo escuchó, dirigió
una mirada llena de desconfianza y escepticismo al muñeco, que estaba ahora en
uno de los anaqueles de la estantería junto a los libros, y dijo:
-Bueno, si de verdad vas a actuar
con eso, necesitarás un número.
-Lo sé. -Respondió Salazar con su
encantadora expresión infantil.
-Y también necesitará un nombre.
Salazar se quedó pensativo un
momento.
-Es cierto -dijo-, necesitará un
nombre. Pero aún es demasiado pronto, no lo conozco todavía. Primero escribiré
un diálogo, y luego ya le pondré nombre.
Yo ya había convivido con Salazar
durante mucho tiempo, primero en la residencia de la universidad, y después en
nuestro piso, por eso sabía bien qué era lo que iba a ocurrir a continuación.
Porque, cuando Salazar se entregaba a algo, se entregaba en cuerpo y alma.
Desde esa misma tarde, Salazar se
recluyó en su habitación con el muñeco sin nombre. Los dos primeros días no se
escuchó otra cosa en la casa que números grabados de ventriloquía que
constituían el objeto de obsesivo estudio de mi compañero. Comía a horas
intempestivas, su primo casi no lo veía más que por la noche, cuando se permitía
un descanso de una hora tras la cena y nos contaba con entusiasmo los avances
que estaba haciendo. Pasado el tercer día, su primo empezó a preocuparse. Debo
admitir que hasta yo mismo sentía cierta intranquilidad, ya que desde la
habitación de Salazar nos llegaban risas, gruñidos, jadeos y quejidos; y todos
ellos parecían provenir de diferentes personas, como si dentro de aquella habitación
se celebrasen aquelarres de manera diaria. Yo achaqué todos aquellos extraños
ruidos a los intentos de mi amigo por hallar una nueva voz que concordase con
la personalidad que iba a imbuir al muñeco de madera, de modo que, maldiciendo
las excentricidades de Salazar, soporté aquella retahíla de sonidos que llenaban
la casa. Incluso Eugenia llamó en una ocasión, un tanto preocupada, para
preguntar a qué venía tanto grito y carcajada.
Tobías me preguntó si aquello era algo usual,
a lo que le respondí que lo era mientras Salazar estaba tratando de dominar una
nueva técnica, pero, para tranquilizarle, le dije que eso nunca duró más de
cuatro días, y ya habían pasado tres. Lo que le dije era cierto, Salazar se
había comportado así en otras ocasiones, pero algo dentro de mí empezó a
alterarse aquel viernes.
Llegué del trabajo casi por la
noche. Tobías me había mandado un mensaje diciéndome que había quedado con
algunos de los aspirantes de la orquesta para tomarse unas copas y que llegaría
tarde, y Salazar debía estar en las últimas etapas de su fase de estudio, de
modo que tendría el salón por completo para mí.
Cuando llegué a casa, dejé la
chaqueta sobre el sofá y me puse a explorar los confines de nuestra nevera, en
busca de algo apetecible que llevarme a la boca. Pregunté desde el salón a
Salazar si iba cenar conmigo, pero como sólo me respondió el silencio, lo tomé
por una negativa.
Comencé a calentar una sopa de
verduras en la vitrocerámica, tomé un cigarro del paquete que guardaba en la
chaqueta, y me asomé a la ventana de la cocina, que daba directamente a un
callejón muy mal iluminado, en el cual descansaban los cubos de basura de
nuestra comunidad y de la vecina, rebosantes de bolsas. Y mientras aspiraba
humo del tabaco y efluvios de la basura, me llegó una peculiar voz desde el
cuarto de Salazar.
-Sacos de carne y huesos.
Sacos de carne y huesos. Son todos iguales. Todos, todos toditos…
Era una voz aguda, desgarrada,
sibilante. Me erizó los pelos nada más escucharla. Casi podía saborear el gusto
de locura que desprendían cada una de las vocalizaciones.
-Oh no. No, no, no, no, no. No
tengas miedo. Ahora estoy contigo. Sí, los dos juntos. Papaíto no te va a dejar
solito. ¿Sabes qué es lo único que debes hacer? Si, eso es…, hacer caso a papaíto.
La frase acabó con una risa, que
al principio era aguda pero poco a poco fue tomando una gravedad sobrenatural.
Casi podía sentir como reverberaba en mi pecho. El miedo me apretó la garganta.
Apagué el cigarro y, sin hacer ruido, me acerqué a la puerta de la habitación
de Salazar.
La voz seguía riéndose. Pero cada
vez más y más bajo, como si supiese que me estaba acercando.
Posé la mano en el pomo de la
puerta, y la risa cesó de golpe. La entreabrí con cuidado, pero aun así
arranqué un débil y chirriante quejido de las bisagras.
Ahí, en la habitación, el muñeco
de madera estaba sentado en la cama, erguido como una persona, y Salazar se
hallaba postrado en el suelo, como si estuviese rezándole a la figura.
Entonces, mi amigo giró la cabeza rápidamente y me miró con la expresión de
miedo más pura que jamás he visto en mi vida. Sus ojos habían perdido brillo,
su pelo estaba más lacio y alborotado que de costumbre y las ojeras oscurecían
el contorno de su mirada. Cerré la puerta de golpe.
A los pocos minutos, Salazar
salió de su cuarto.
-Esto…, Héctor. Lo de antes… Lo
siento si te he asustado, es que estaba practicando y me he metido tanto en el
papel que…
-Salazar -lo corté-. Sabes que
soy tu amigo, ¿no?
El muchacho, que estaba temblando
y con cara de quien va recibir una terrible reprimenda, dirigió su mirada al
suelo mientras musitaba un débil “sí”. Tenía aspecto de estar a punto de
llorar.
-Entonces sabrás que puedes
contarme todo. Cualquier cosa. Si necesitas ayuda o…
-Vamos, Héctor. Ya te he dicho
que no ha sido nada. Sólo me he emocionado un poco -cortó él, un tanto
irritado.
Cené tranquilamente mientras contemplaba cómo Salazar
se bebía con avidez en un cuenco la sopa que me había sobrado y volvía a
recluirse en su cuarto. Con el muñeco.
Cuando Tobías llegó de su salida
nocturna, evité contarle el pequeño incidente con Salazar, pues creía que eso
no haría más que avivar su preocupación. Y esa noche, mirando a través de la
ventana el cielo estrellado, me dormí con el fantasma de aquella voz chirriante
retumbando en mis oídos.
Cuando desperté a la mañana
siguiente, Salazar tenía el mismo y deplorable aspecto que había lucido la
noche anterior, pero podía ver claramente que algo maravilloso le había
ocurrió. Pocas razones más podía haber para bailar encima de la inestable mesa
de plástico del salón.
- ¡Héctor, amigo! ¡Te lo dije! ¡Te
dije que ese pequeño granuja de madera iba a convertirse en mi buque insignia!
Como Salazar no paraba de saltar
y danzar, le tuve que preguntar a Tobías, que intentaba de manera infructuosa
practicar con su violín, cuál era la razón de la felicidad de mi amigo. Me
explicó que el profesor Avellaneda, nuestro maestro en interpretación, iba a
organizar una representación de una obra clásica, que tendría lugar durante un
festival de artistas en el nuevo teatro que dirigía en la ciudad, llamado “La
Flamenca” y que quería contar con Salazar y su nuevo compañero entre los
artistas invitados. Pero la cosa no acababa ahí, puesto que Pedro San Martín, jefe
de una de las agencias de management más importantes del país, iba a acudir al
evento en busca de nuevos talentos que añadir a su ya abultada y prestigiosa agenda.
Una pena. Justo cuando creía que
Salazar empezaba a ver más allá de su nuevo y amaderado amigo, la noticia de la
actuación llegaba, multiplicando la obsesión del entregado artista.
Los siguientes días fueron muy
raros. De la habitación de Salazar salía, día y noche, aquella mezcolanza de
gritos, carcajadas, gemidos, gruñidos y demás sonidos que no fui capaz de
clasificar. La irritación de Tobías hacia su primo crecía, no sólo porque no
pasase con él más tiempo que el estrictamente necesario para comer, sino porque
los incesantes ruidos que producía Salazar no le dejaban concentrarse en la
interpretación de la pieza que iba a presentar al casting de la orquesta. Dos
días después, recibí el mensaje de Sara, una amiga de la universidad, diciendo
que era hora de volver a vernos, ya que ella se marchaba a Milán en unas dos
semanas por trabajo y no volvería hasta el año siguiente. A sabiendas de que
Salazar no acudiría a ningún lugar que no estuviese dentro de las fronteras de
la casa hasta el día de su actuación en La Flamenca, ofrecí a Sara nuestro
hogar para realizar la reunión.
Era ya casi media noche cuando
los invitados comenzaron a llegar a nuestra puerta. Cuando salí a abrirlos,
pude ver en el otro lado del rellano la mirada inquisidora de Eugenia, que se
habría despertado al escuchar los pasos del pelotón al subir por las escaleras.
Salazar se había aseado y se
había peinado. Aunque, cuando se enteró de que la reunión iba a tener lugar en
nuestra casa se enfadó, argumentando que no podía perder ni un solo día de
práctica, ya que su gran actuación cada vez estaba más cerca, acabó por acceder
a darse una larga ducha y a olvidarse momentáneamente del hombre de madera que
yacía cómodamente en su cama.
La velada transcurrió con
tranquilidad. Éramos alrededor de doce personas, todos nos conocíamos de
nuestra época de estudiantes, de modo que las anécdotas corrieron aquella noche
con más fluidez que el vino. En el trascurso de la reunión, no pude evitar
fijarme en que la mirada de Salazar parecía transmitir una especie de pena sofocada,
como la de aquellas personas que están envueltas en una batalla privada en la
que sólo ellos tienen cabida.
Llegada la madrugada, Sara empezó
a interrogar a Salazar sobre los proyectos que andaba preparando. Al principio
Salazar respondía con evasivas, monosilábicas casi todas, pero cuando Ernesto,
un amigo común, mencionó el próximo evento de Avellaneda, la lengua de Salazar
empezó a soltarse.
-De modo que vas a actuar en el
evento de Avellaneda, ¿no, Salazar?
El aludido, que jugaba
distraídamente con un botón de su camisa, asintió levemente con la cabeza.
-Avellaneda me contó que tienes
un nuevo número entre manos. Intenté sonsacarle de qué se trataba, pero el
viejo no soltó prenda. ¿No nos vas a dar tan siquiera un pequeño adelanto?
-Preguntó Ernesto mientras apuraba su copa de ron.
Salazar se encogió de hombros sin
dejar de estudiar el botón. Parecía un niño pequeño y avergonzado delante de un
grupo de adultos que no ha visto en su vida.
-Bueno -dijo al fin- Supongo que
podríamos improvisar algo.
- ¿Podríamos? No puedo creer que
tengas un compañero de escenario y que no sea Héctor.
Salazar trazó una misteriosa
sonrisa en los labios y se internó en su cuarto.
Tobías y yo nos miramos,
inquietos. Era la primera vez que íbamos a verle con su nuevo “compañero”. No
sabíamos qué esperar.
Cuando salió de su habitación,
Salazar estaba sonriente. La pena de su mirada se había desvanecido para dejar
lugar a una alegría ligeramente enajenada. Tomó una silla y se puso frente al
grupo, dando la espalda al televisor.
-¡Hola, hola, hola a todos!
La sangre se heló en mis venas.
Era la voz. Aquella horrible voz que me había hecho estremecerme unas cuantas
noches atrás.
Salazar comenzó con el número.
Los chistes que utilizaba eran realmente ingeniosos, y la naturaleza obscena de
la mayoría de ellas me chocó por alejarse tanto del estilo de humor al que mi
amigo me tenía acostumbrado. Pero lo más impresionante, sin lugar a dudas, era
la voz. Esa voz que era como unas uñas arañando una pizarra, como cristales
rompiéndose contra el suelo, como el chirriar de las ascuas al entrar en
contacto con el agua gélida. Salazar no movía la boca, tan siquiera unos
milímetros. Se limitaba a asentir educadamente cuando el muñeco le preguntaba
algo, y únicamente hablaba cuando su camarada de madera le daba pie a hacerlo.
Mientras todos los ojos se fijaban en el dicharachero muñeco y sus ocurrencias,
Tobías y yo observábamos atentamente a Salazar. Era extraño, pero parecía que
estaba ausente durante el número, como si fuese el muñeco quien dirigía la
actuación y el únicamente tuviese que preocuparse de que éste no cayese de la
silla en uno de sus exagerados ademanes.
-Bueno, Salazar -dijo Sara tras
reponerse de la carcajada que le había causado el último comentario mordaz del
muñeco- Tu amigo es divertido, aparte de guapo, pero aún no nos ha dicho su
nombre.
-Eh, señorita -dijo el
muñeco con voz ronca- ¿A caso le preguntarías al perro cómo se llama el
dueño?
Un coro de risas secundó el
comentario.
-No, en serio. Debe tener un
nombre, ¿no?
-Sí -se apresuró a responder
Salazar-, pero eso mejor lo dejamos para otro día, o para la actuación de…
-La señorita desea saber mi
nombre, Salazar.
Creo que todo el mundo en la sala
quedó sorprendido por la habilidad de Salazar para simular dos voces casi de
manera simultánea, pero lo que más me impresionó a mí fue el tono rudo y
autoritario con el que habló el muñeco.
Salazar agachó la cabeza, obediente.
El muñeco dejó de mirarle y rotó su cabeza hasta dejarla frente a su entregada
audiencia.
-Mi nombre es Cracky.
- ¿Cracky? -Preguntó
Tobías extrañado- ¿Por qué Cracky?
- ¿Queréis que os cuente la
historia? Perfecto, a ver. ¿Por dónde empezar?... Ah, sí. Vale, ya
recuerdo. Bueno. Hace mucho, mucho tiempo, yo vivía en un pequeño pueblecito.
No era un pueblo muy grande, aunque había muchas viviendas. Las casas se
juntaban como las cerillas dentro de una caja, y solía nevar. Sí, nevaba mucho.
Mi creador era un hombre de unos cincuenta años, con tanto talento para la
artesanía como para la bebida. Al principio, cuando me creó, estaba muy
contento. Se pasaba las tardes admirando mi esbelta y perfecta figura,
enorgullecido del trabajo que había hecho con esas manos temblorosas. Pero ¡ay
de mí, cuando caía la noche! Ese viejo pagaba conmigo sus platos rotos. Si se
enfadaba, me agarraba del pescuezo y me molía a golpes. Si alguien se burlaba
de él, me tiraba contra las paredes una y otra vez, maldiciendo su suerte. ¡Ya
ves tú, como si yo tuviese alguna culpa! Pero queridos, que esto se os grabe a
fuego en vuestra triste y efímera consciencia: nunca hagáis enfadar a algo que
no puede morir.
Las risas que hasta el momento
coreaban los comentarios del muñeco fueron perdiendo fuerza y lustre. Los
presentes seguían riendo por lo bajo, pero eran risas que estaban comenzando a
morir, porque se les estaban agotando las razones para existir.
-Sí. Me enfadé. Me enfadé
mucho, y se lo hice saber. Por supuesto que lo hice. No he venido a este mundo
para ser la cabeza de turco de ningún viejo con propensión a la dipsomanía. Después
de verme enfadado, el viejo dejó de convertirme en el blanco de sus ataques.
Pero, en vez de controlar su furia, la desató sobre alguien tan inocente e
indefenso como yo. Veréis, el viejo tenía una hija. Una preciosa cría de no más
de once años. Tenía una cara redondita y colorada, con unos bucles del mismo
color que mi cara que rebotaban como muelles cada vez que iba correteando de
aquí para allá. El caso es que, una noche, el viejo decidió visitarla a ella. Y
al día siguiente, cuando vi su preciosa carita redonda con un moratón en el ojo
y las marcas de las manos temblorosas en su cuello, me volví a enfadar. Pero
mucho, mucho. Por las noches, cuando el viejo dormía o se quedaba inconsciente
después de beber, yo llamaba a la niña… Los dos nos hicimos amigos. Nos
entendimos al instante. Y ella comprendió que era yo quien quería el bien para
ella, no ese desecho de alcohol y autocompasión. Mientras nuestra amistad
crecía, también lo hacía su rabia contra su padre. La muchacha quería hacer
algo. Sabía que su padre era un hombre malo y que debía pagar por todas las
cosas que nos había hecho a los dos. Sí, lo decidimos. El viejo pagaría. Una
noche, su padre llegó especialmente borracho a casa. Borracho y humillado. E
hizo lo único que su cerebro de cacahuete le permitía hacer: desquitarse con su
hija. Cuando se cansó de golpearla, la niña vino a verme, y me dijo que había
tenido suficiente: que se había cansado. De modo que me sacó de mi caja y, los
dos juntos fuimos a por un martillo y a por unos alicates. Sólo había algo que
al viejo le gustaba tanto como beber, y eso era esculpir en la madera. Él nos
había quitado lo que más ansiábamos en esos momentos: la libertad. De modo que
nosotros le quitaríamos lo que más quería.
Juntos, la niña y yo fuimos a
su cuarto, donde el viejo se hallaba en un estado entre el sueño y la
inconsciencia. “Es viejo, pero puede correr. Si huimos, nos alcanzará. Hay que
remediar eso”, dije yo. La niña, muy obediente, tomó el martillo y sin
vacilación ninguna le rompió las rodillas. Ja, ja, ja, ja, ja. Aún recuerdo la
cara de espanto del abuelo. El pobre hombre estaba más borracho que una cuba, y
poca resistencia pudo oponer cuando su hija tomó sus dedos y los metió entre
los alicates. Y el sonido. Oh, ese sonido. Cada vez que la tierna criatura
apretaba los alicates, los dedos se partían como ramitas secas de un árbol
otoñal. ¿Sabéis qué ruido hacían los dedos al romperse? ¡Exacto! ¡Crack-y,
Crack-y, Crack-y! Ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja.
El muñeco reía como un maníaco,
mientras toda su audiencia palidecía y Salazar continuaba explorando las
peculiaridades de nuestra moqueta, como ausente a todo lo que ocurría. Al cabo
de unos minutos, los invitados estaban saliendo por la puerta, un tanto
contrariados todavía por el relato de Cracky. Una vez los hubimos despedido,
Tobías y yo, que estábamos empezando a alarmarnos de verdad por el estado de
Salazar, acordamos tener una charla con él, pero cuando volvimos al salón, mi
amigo ya se había confinado en su cuarto.
Desde esa noche, las cosas
comenzaron a volverse extrañas. Muy extrañas.
No veíamos a Salazar durante los
días, sólo salía por las noches, cuando el hambre lo acuciaba lo suficiente
como para dejarse ver. Cuando le preguntábamos qué hacía en su cuarto,
respondía con escuetos “nadas”, y, las pocas veces que se dignaba a responder,
decía muy secamente que estaba trabajando en su número con Cracky. Y mientras
las extravagancias de mi amigo aumentaban, también se nutría mi odio por aquel
maldito muñeco. La sola contemplación de sus ojos azules y su semblante amaderado
encendía mis nervios y alteraba mi conciencia. No podía entender cómo un pedazo
de madera esculpida podía estar no sólo arrebatándome a mi amigo, sino
consumiéndolo a pasos agigantados.
La apariencia de Salazar estaba
en decadencia. Su lustroso pelo castaño parecía ahora compuesto de cientos de endebles
hebras, su piel había adquirido un tono ceniciento. Las ojeras de sus ojos eran
ya un rasgo más de sus facciones y los labios eran dos finas líneas cuarteadas
y moradas. Salazar se había convertido en el espectro del increíble hombre que
una vez fue.
Los días pasaron, y a medida que
se acercaba la fecha del evento de Avellaneda, Salazar se volvía más taciturno
y extraño. Tobías estaba cada vez más molesto y preocupado por su primo.
Trataba de sacarlo a la calle para que saliese a pasear y disfrutase del aire
fresco, y Salazar accedía, pero sólo salía si Cracky iba con él. Tobías
aguantaba estoicamente las excentricidades de su primo, pero ver su obvio
deterioro tanto físico como mental acabaron por colmar su paciencia. La
relación entre los primos llegó a su punto de inflexión en una tarde de
principios de verano, durante la comida.
Faltaban algo más de una semana
para la actuación de Salazar en el evento de La Flamenca y la audición
de Tobías, de modo que los dos muchachos estaban sumidos día y noche en los
respectivos preparativos. Tobías, que el día anterior había discutido
acaloradamente con su primo a causa de los ruidos que salían de su habitación,
se sentía un poco culpable por las cosas que le había dicho a Salazar, a pesar
de que este no había dado el menor signo de importarle lo que escuchaba. De
modo que, muy diligentemente, ordenó comida china para declarar un alto al
fuego entre ambos. Salazar todavía estaba en la habitación cuando estábamos
poniendo los platos. Tobías se trabajó la decoración y la presentación de la
comida y, muy satisfecho con su trabajo, llamó a Salazar a la mesa.
Cuando éste salió de la
habitación, todavía iba vestido con el pijama y la bata. Presentaba un aspecto
deplorable e incluso olía un poco. Su mano izquierda hacía constantemente un
movimiento repetitivo, como si estuviese intentando enhebrar un hilo, y su mano
derecha desaparecía en las entrañas de Cracky.
-No le habéis puesto un plato
-dijo él con un tono de voz monótono y ausente.
-Vamos, no me jodas, Salazar.
-Tobías golpeó la mesa con la mano-. Esta comida es para hacer las paces. Para
hacer las paces contigo, no con esa mierda de marioneta.
-No lo insultes -musitó Salazar
con un hilo de voz.
-Salazar, escúchame. -dije
mientras me levantaba de mi sitio y posaba una mano conciliadora sobre su
hombro- Eres una de las personas más especiales e increíbles que he conocido en
mi vida. Ya lo eras antes de dar con este muñeco. Te lo dije hace un tiempo, y
te lo vuelvo a repetir. Yo soy tu amigo, y él es tu primo. Pase lo que pase,
puedes confiar en nosotros. Puedes contarnos lo que sea.
Salazar alzó la vista, y nuestros
ojos se encontraron. Me pareció ver un reflejo en sus pupilas. La misma luz
hermosa y extraña con la que había cautivado a todo el mundo durante su etapa
en la universidad. Estaba ahí, comenzaba a aflorar y…
- ¡DÉJATE DE MIERDAS, SALAZAR!
Tobías, que había agotado del
todo su paciencia, se levantó con ímpetu de su silla y la tiró al suelo. Se
abalanzó sobre su primo, lo tomó del antebrazo y lanzó a Cracky contra la
ventana abierta del salón. Erró el tiro por unos centímetros y la cabeza del
muñeco golpeó el dintel, cayendo con un ruido sordo a la moqueta del salón.
Salazar, que había seguido
horrorizado la trayectoria de su compañero, volvió la cabeza hacia su primo,
con una expresión de rabia tan pura que me hizo retroceder unos pasos.
El aspirante a ventrílocuo no
dijo nada. Se limitó a recoger del suelo con ternura a Cracky, como si fuese su
hijo, mientras nos miraba con esa cara de ira demencial. Con un estruendoso
portazo, volvió a encerrarse en su habitación.
La tensión que flotó en la casa
durante los siguientes dos días era casi asfixiante. Salazar sólo salía de su
cuarto en contadas ocasiones. Y cuando lo hacía, siempre salía acompañado de
Cracky y murmurando cosas al oído del muñeco. Tobías hacía todo lo posible por
soportar la situación, y sublimaba la rabia que sentía contra su primo en forma
de interminables sesiones de violín. Yo, por aquel entonces, estaba inmerso en
la reescritura de un guion de teatro que debía entregar a una compañía en
cuestión de una semana, y la tirantez de la atmósfera que se respiraba en casa
no me dejaba concentrarme. De modo que, anteponiendo mis labores profesionales
al resto de mis problemas, avisé a mi tía de que iría a pasar unos días al
pueblo con ella, para relajarme y terminar el guion. También esperaba que
Salazar y su primo lograsen entenderse mientras yo me ausentaba. Tenía la
esperanza de que las inminentes actuaciones de ambos los unirían y les
recordarían que, a parte del vínculo de la familia, los unía el eterno vínculo
del arte. Tobías lamentó mi partida, pero, entendiendo que aquel no era lugar
para trabajar en la escritura, me deseó un próspero retiro. A Salazar se lo tuve
que comunicar a través de la puerta. No obtuve otra respuesta más que un
conciso “Buen viaje”.
Antes de irme, me despedí también
de Eugenia. Le dije que si ocurría algo ya sabía cuál era mi número. La mujer
me entregó un par de bocatas de tortilla para el viaje y, con un afectuoso beso
en la mejilla, me despidió casi con lágrimas en los ojos. Recuerdo que, al
salir del edificio, miré durante un instante hacia atrás. Y juraría que, asomando
tímidamente a través de una de las ventanas de nuestro piso, vi el endemoniado
rostro de Cracky dedicándome la sonrisa más inerte y escalofriante que he visto
en toda mi vida.
El efecto que el campo tuvo sobre
mí fue asombroso. En cuestión de un día, y gracias al aire renovador del
bosque, pude librarme de las preocupaciones que constreñían mi creatividad y mi
talento. En tan solo una tarde hube completado casi la reescritura del texto,
de modo que dos días después ya estaba paseando por el bosque liberado de la
tiranía del reloj, y entregado por completo a la naturaleza. Volví del paseo
cuando la luna ya empezaba a alzarse en el cielo azul, oscureciéndolo. Mi tía
me dijo que tenía una llamada de la ciudad. Maldije por lo bajo. Me quedaban cuatro
días más allí y no quería saber nada de artistas, muñecos o actuaciones hasta
que volviese a la ciudad, pero mi tía me dijo que la persona que lo había
llamado parecía alterada, de modo que devolví la llamada.
Era Tobías.
Me contó que Salazar había tenido
un ensayo general con el resto de los artistas del evento. Tobías no sabía que
había pasado, sólo que ese día Salazar llegó hundido y no dijo una sola
palabra. Después, Avellaneda llamó diciendo que no quería volver a ver a
Salazar por el teatro nunca más, que no se molestase en presentarse al evento
porque no tendría espacio para actuar. Estaba muy consternado por algo que
Salazar, o mejor dicho, Cracky, había dicho a Pedro San Martín, el ojeador de
talento. Sabía lo importante que era esa actuación para mi amigo, de modo que
le pregunté a Tobías cómo se lo había tomado, pero repuso que Salazar no había
salido de su cuarto desde entonces. Tobías estaba tremendamente preocupado.
Traté de llamar a Salazar personalmente, pero su móvil no daba señal.
Decidí dejarlo estar. Yo
necesitaba esas pequeñas vacaciones y seguro que, fuese cual fuese la situación,
podría soportar mi ausencia por unos cuantos días más. Pasaron dos plácidos
días. Yo disfrutaba de la quietud del campo, pero mi cabeza volvía una y otra
vez al asunto de Salazar. No podía evitar pensar en ello, y menos cuando
faltaba tan poco tiempo para la que hubiese sido la actuación que cambiaría su
vida. Albergaba dudas en mi interior sobre si no había sido demasiado egoísta
al no acudir a la ciudad cuando Tobías me llamó, pero las dudas desaparecieron
esa misma tarde. Otra llamada perturbó mi descanso. Esta vez, era Eugenia.
-Héctor, querido ¿Cómo estás?
-Todo bien, Eugenia. ¿Qué tal va
todo por ahí?
-Bien, hijo, bien… Bueno en
realidad… -Había algo en el tono de voz de la anciana que hizo que se me
tensasen los músculos- Mira, Héctor. Sé que me dijiste que estabas de
vacaciones y que no te molestase si no era algo urgente, y puede que sea una
tontería, pero estoy un poco preocupada.
Al instante, un nudo nació en mi
garganta y mis tripas se contrajeron.
- ¿Qué ocurre?
-Verás. Ayer por la noche empecé
a escuchar gritos del otro lado de la pared. Creo que Salazar estaba
discutiendo con ese primo suyo. Gritaron mucho. Se dijeron cosas horribles,
tremendamente horribles. Yo me estaba empezando a asustar porque los gritos
creían y creían. Entonces…, escuché un golpe seco, y los gritos pararon. Supuse
que alguno de los dos había dado por zanjada la conversación con un portazo,
así que lo dejé estar. Pero ayer. Ayer me llegaron otros ruidos. No sé, ruidos
muy extraños. No los supe identificar, pero no pararon en todo el día. Llamé a
vuestra casa para ver si estaba todo bien. Me abrió Salazar, con ese muñeco
extraño. Por Dios bendito, parecía que había envejecido una década en cuestión
de días. El caso es que le pregunté si todo iba bien. Me dijo que sí, pero
estaba más… ausente de lo habitual; también me dijo que Tobías había vuelto a
casa de sus padres. Y creo que hace tiempo que no tira la basura, porque cuando
abrió la puerta me llegó un olor que aún se percibe en el rellano. No sé,
Héctor, puede que todo esto sean solo imaginaciones de una vieja chocha. En su
momento no quise llamar a la policía porque sois buenos chicos, y no creo que
Salazar esté haciendo algo malo, pero creo que deberías volver cielo. Volver y
echarle un vistazo. Más ahora que su primo se ha ido y le ha dejado solo.
Agradecí a Eugenia que me hubiese
llamado para informarme. Colgué y me derrumbé sobre la cama de mi cuarto. No
tenía sentido. ¿Tobías había vuelto a casa de sus padres? Todavía faltaba un
día para su audición, era muy extraño que el muchacho se hubiese rendido sin
llegar tan siquiera a presentar batalla, incluso con la situación tan tensa que
tenía en casa con Salazar. Me extrañaba mucho que se hubiese vuelto a su casa
antes de tiempo sin llamar para avisarme. Esa noche no pude dormir. Estuve en
vela pensando cómo mi amigo se había transformado en cuestión de semanas en un
hombre taciturno y ensimismado. La llamada de Tobías me había puesto nervioso,
pero la de Eugenia me había perturbado de tal forma que ahora me sentía
culpable por haber abandonado a mis amigos en un momento tan delicado. Miré el
calendario. Mañana tendría lugar el evento en La Flamenca. Me imaginé lo
mal que tenía que estar pasándolo Salazar, abandonado por su primo y con el
sueño de su vida haciéndose pedazos lentamente. Mañana sería un día duro para
él, y yo no podía hacer más que estar a su lado para consolarle y, de paso,
quitarle de la cabeza de una vez por todas toda aquella estupidez de la
ventriloquía.
Sin pensarlo dos veces, me
levanté de la cama y tuve la maleta preparada antes de la salida del sol. A las
nueve de la mañana ya estaba metido en un autobús, camino a la ciudad. Llamé a
Tobías, pero no contestó. Llamé a Salazar, y tan siquiera dio tono. Con la
ansiedad creciendo en mi pecho sin razón alguna, llegué a nuestra calle y
observé la venta donde había visto a Cracky antes de partir al pueblo. Esta vez
estaba vacía.
Cuando llegué a la puerta de
casa, pude apreciar un leve tufo en el rellano. La historia de Eugenia era
cierta; no estaba tan chocha como ella pensaba. Cuando entré a casa, me
encontré con todo perfectamente ordenado, pero el hedor era ahí más evidente.
La casa estaba vacía. Miré en la basura, pero ahí no había nada. Busqué en la
nevera algún alimento en mal estado, pero también estaba desierta. Tras evaluar
mi cuarto en busca de posibles focos del olor y no encontrar nada, me metí en el
de Salazar. La habitación de mi amigo estaba también perfectamente ordenada.
Cada libro en su sitio, cada zapato en su caja, las ventanas impolutas. Salazar
nunca había sido tan metódico con la limpieza, y Tobías era tan descuidado que
“desastre” podría ser su sobrenombre. Me acerqué al armario blanco que tenía
empotrado en la pared derecha y lo abrí.
La ropa de Salazar estaba puesta
en dos los primeros anaqueles del armario, los otros dos, estaban aún ocupados
por la ropa de Tobías.
De nuevo, el nudo en la garganta.
Estaba empezando a asustarme y a
preocuparme realmente. ¿Por qué Tobías se había marchado y había dejado toda su
ropa ahí? ¿De dónde venía ese olor fétido? ¿Dónde estaba Salazar? Notaba como
un sudor frío se deslizaba por mi cuero cabelludo hasta mi frente y las manos
empezaban a temblarme. Todo aquello era raro; era muy raro.
Tratando de calmarme, tomé un
cigarro, lo encendí, y abrí la ventana de la cocina. Aspiré el humo y lo solté
por la nariz. Mis ojos empezaron a recorrer desde la altura el silencioso
callejón al que daba la ventana. Entonces, mis ojos distinguieron algo entre el
brillo metálico de los cubos de basura. No era posible.
Bajé apresuradamente y fui hasta
el final del callejón, donde cuatro cubos de basura se apiñaban en torno a
algo. Era una maleta azul, con un estampado de cuadros rojos. La sangre
martilleaba mis sienes y mi corazón latía con tanta fuerza que podía notar su
pulsión a través de todo el cuerpo. Moví los cubos y saqué la maleta, que
pesaba una tonelada y tenía un denso líquido oscuro rezumando de la cremallera.
Casi sin aire y mareado, la tumbé
en el suelo y la abrí.
Primero vi los ojos. Unos ojos
que parecían contener nubes dentro de ellos, tan blancos y opacos como el
hielo. Una lengua pálida e hinchada sobresalía de los labios lívidos. El pelo
se había endurecido por la sangre y presentaba un color negro carmesí. Los
miembros estaban cercenados, amontonados y apilados en torno a la cabeza;
apretujados y desordenados como los juguetes de un crío dentro de su caja. El
hedor que había percibido en mi piso se multiplicó al instante, y una agresiva
arcada acudió a mi garganta. Trate de apartar la vista, pero no pude.
Desde el interior de la maleta,
la cabeza decapitada de Tobías me devolvía la mirada.
Trastabillé y caí al suelo,
aturdido. En medio de aquella vorágine de sentimientos, mi mente, todavía en
estado de shock, encontró la energía suficiente para dibujar una palabra en mi
histérica consciencia: “Salazar”.
Al instante, supe donde había ido
mi amigo.
No me enorgullece decir que dejé
ahí tirado el cuerpo de Tobías. No pude hacer otra cosa. No era capaz de pensar
con claridad. En mi mente solo existía mi amigo y la remota posibilidad de que,
quizás, aún podría salvarle.
De algún modo, me levanté y eché a correr a
través de la calle de la ciudad. Con la cara desencajada por el terror y
empujando a los despistados transeúntes que se cruzaban en mi camino.
La Flamenca era un teatro
que se encontraba entre un laberinto de estrechas calles de la ciudad. Un sitio
bohemio de no muy fácil acceso que era difícil de encontrar si no habías estado
nunca. Por eso, cuando hubo caído la noche y llegué a la puerta del teatro, no
había ni un solo alma en la calle.
Me paré ante la puerta para
recuperar el aliento. El letrero de la entrada estaba iluminado con luces rojas
y anaranjadas. En cuestión de un par de horas, la gente empezaría a llegar al
evento. No sabía cómo, pero en mi interior tenía la absoluta certeza de que
Salazar se encontraba en el interior del edificio.
Negra era la noche que se había
derramado sobre la ciudad, pero más oscuras eran las tinieblas dentro del
teatro
Tomé aire y, armándome de valor,
me adentré en las entrañas de La Flamenca.
Cuando llegué a la sala, todas
las butacas estaban vacías. No se escuchaba ni un susurro en todo el lugar. Un
olor metálico me llegó desde la distancia y tuve que reprimir otra arcada. El
escenario estaba oculto por las cortinas carmesíes y un único foco de luz
apuntaba justo al centro de las cortinas, expectante por bañar con su luz a un
artista entregado.
Caminé por el pasillo principal.
Con el rabillo del ojo, pude ver un extraño bulto sobre una de las butacas. La
penumbra no me dejaba distinguir bien qué era aquello, de modo que saqué la
linterna del móvil y enfoqué el haz de luz hacia el bulto.
Solté un profundo grito de
terror.
El profesor Avellaneda estaba
sentado sobre la butaca. Su cuerpo estaba inclinado hacia delante y lo único
que le impedía tocar el suelo era su cabeza, que reposaba en el respaldo del asiento
que tenía delante. De su pecho sobresalían unas tijeras metálicas, sobre las
cuales discurría un ligero cauce de sangre que formaba un charco a sus pies
inertes y expedía ese característico olor metálico que nunca más olvidaré.
En ese momento, el sonido de la
tela al moverse captó mi atención. Las cortinas se descorrieron, y el potente
haz de luz del foco cayó sobre un objeto en el escenario. Era una guillotina.
- ¡Señoras y señores! ¡Damas y
caballeros! ¡Niños y niñas! -Era la voz. Esa aborrecible y aguda voz-
¡Sean todos ustedes bienvenidos al único número de…! ¡El Gran Cracky!
Se escucharon unos pasos, y la
figura de un hombre apareció en uno de los extremos del escenario, se colocó
frente al foco e hizo una torpe reverencia. Iba vestido con una camisa azul salpicada
de manchas oscuras, los pantalones vaqueros estaban raídos y sucios. Su cabeza
estaba cubierta por un saco negro. Su mano derecha estaba desnuda y los
nudillos estaban en carne viva, y la izquierda estaba perdida en las entrañas
del monstruoso Cracky.
Con gesto vacilante, el hombre se
quitó el saco.
El rostro de Salazar emergió
entre las sombras y sus ojos se entrecerraron a causa del fulgor de la luz. Tenía
un aspecto cadavérico. Había perdido pelo, su semblante parecía el de un
esqueleto y los ojos se hundían en las profundidades de sus cuencas. Una
cascada de sangre bajaba por su mentón para caer en su camisa. El terror se
volvió casi tangible cuando me fijé en su boca: sus labios estaban cosidos,
abultados y amoratados, recorridos en toda su extensión por un hilo negro,
cuyas puntadas todavía sangraban con profusión.
No era verdad. Aquello no podía
ser verdad. No podía estar pasando.
Sin meditarlo un segundo, avancé
hacia el escenario.
-No, no, no. -masculló
Cracky-. Lo siento jovencito, pero no necesitamos voluntarios para esta
actuación.
Con una brusquedad exagerada,
Salazar metió la mano derecha en uno de sus bolsillos y extrajo una navaja que
expedía un brillo mortal bajo la luz del foco. Con otro movimiento errático,
alzó la mano y posó el filo del cuchillo en su cuello. Era como si Salazar se
hubiese convertido en el títere, y unas cuerdas invisibles guiasen todos sus
movimientos, movidas por manos inexpertas.
Me quedé paralizado a medio
camino del escenario.
-Nuestro querido Salazar ya ha
desafiado las leyes de la ventriloquía cosiéndose esa enorme bocaza que tiene,
pero hagámoslo un poco más complicado. A continuación, presenciareis un número
nunca antes visto en el mundo de la ventriloquía, que he tenido el acierto de
llamar “El huevo o la gallina”.
Mientras Cracky hablaba, Salazar
caminaba hasta ponerse detrás de la guillotina.
-Decidme, querido público,
¿puede acaso una bombilla alumbrar sin electricidad? ¿Puede un pájaro volar sin
alas? ¿Puede un barco navegar sin mar?
Salazar, sin quitarse aún la
navaja del cuello y con ojos suplicantes, se arrodilló ante la guillotina. Levantó
el cepo, introdujo la cabeza en el hueco, y volvió a cerrarlo con un chasquido
que reverberó por todo el teatro. La cuchilla inclinada osciló peligrosamente
en el sombrero de la guillotina, esperando a que la cuerda que recorría la
polea quedase libre para iniciar su mortal descenso.
-Todas esas preguntas dan
absolutamente igual. La pregunta que debería estar formulando el público es la
siguiente: ¿Puede un títere hablar sin su ventrílocuo? -Un latigazo de puro
terror azotó mi cuerpo. Noté cómo las piernas me fallaban, y tuve que apoyarme
en el respaldo de una butaca para no caer por la impresión- Es hora de
averiguarlo.
Lo que pasó a continuación,
todavía está grabado en mis retinas, con tanta claridad que aún puedo verlo si
cierro los ojos.
Cracky comenzó a reír a
carcajadas, con una risa tan estremecedora como histérica. Salazar me dedicó
una última mirada. Una mirada cargada de culpa, de miedo y de desesperación, pero
que, tras todas aquellas cosas, escondía una profunda disculpa. La mano que
portaba la navaja se alzó y, con un violento ademán, cortó la cuerda que le
ataba a la vida.
La cuerda se rompió. La
guillotina osciló durante una milésima de segundo, y después cayó con un
destello plateado.
Se escuchó un sonido breve, pero
estruendoso. Y, un instante después, la cabeza de Salazar rodaba por el
escenario, con la boca hilvanada, los ojos abiertos de par en par, y dejando
tras de sí una sangrienta estela.
Y mientras, Cracky reía.
Cracky seguía riendo.
Ya han pasado tres años de eso.
Hoy es navidad. Siempre recuerdo a Salazar en navidad. A pesar de todo lo que pasó,
sigo pensando en él como en un hermano. Porque sé que lo que ocurrió no fue su
culpa. Sé que, de alguna forma, era aquel muñeco maldito el que lo estaba
controlando a él. Salazar sólo fue un peón más en el juego de Cracky. Tan solo
espero que, donde quiera que esté, mi amigo y su primo hayan podido encontrar
la paz.
- ¡Tío Héctor! ¡Tío Héctor!
La voz de Mara, mi sobrina, me
saca de mi viaje al cementerio del ayer.
- ¿Qué pasa, princesa?
La niña se para ante mí, lleva
una bolsa de tela con ella.
- ¿Quieres ver lo que me ha
traído Papá Noel esta navidad? He sido una niña muy muy buena.
-Vamos a ver que te ha traído el
viejo barbudo.
Mara traza una sonrisa, con tal
luz, que tiene el poder de disipar todas las tinieblas del pasado.
Pero la luz se apaga. De golpe. Y
las nubes vuelven a encapotar el cielo. Porque mi sobrina saca del interior de
la bolsa un muñeco. Un muñeco con el pelo de un color amarillo chillón, y unos
intensos y saltones ojos azules que me resultan muy, pero que muy familiares.

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