Relato: El muñeco de Salazar

 


El muñeco de Salazar

De vez en cuando, salgo a pasear por los campos que hay cerca de mi casa. Disfruto de la calidez de los rayos del sol mientras mis piernas y mi mente emprenden un viaje sin rumbo que tiene un efecto catártico sobre mi alma. Hace un par de años, estos campos ardieron por el descuido de un grupo de muchachos que se divertían abrigados por la oscuridad en las noches otoñales. Todo esto que ahora contemplan mis ojos no era más que un negro páramo, donde no había ni una brizna de hierba verde que animase la vista. El fuego había consumido la esencia misma de la naturaleza y, durante unos meses, parecía que la victoria de las ascuas sobre las plantas había sido absoluta. Pero entonces, la primavera regresó y las plantas nacieron de nuevo; las flores motearon el manto de césped verde con su alegre pigmentación, y los árboles, recuperados y con una energía renovada, volvieron a dar frutos. Ahora camino tranquilo entre la vegetación, disfrutando de la suave brisa del verano y del piar despreocupado de los pájaros, que me observan con ojos negros desde sus nidos. Todo ha vuelto a la normalidad, pero, en el fondo, sé que, bajo el manto frondoso de la nueva vegetación, la tierra recuerda. Recuerda el humo, las llamas y la destrucción; bajo ella, las raíces de las flamantes plantas aún pueden saborear el amargo gusto de las cenizas, se sustentan en los restos de sus hermanas muertas; el aire todavía sopla temiendo que negras nubes vuelvan a anegarlo todo, tapando el campo con un manto de tóxicas tinieblas. Sí, la tierra recuerda. La tierra aún llora.

Esto mismo puede ocurrir con las personas. Cuando alguien nos hiere de una manera traumática, aunque no haya sido a propósito, nuestro corazón se resiente y necesita tiempo para sanar sus heridas; para volver a pintar de verde los negros campos del recuerdo. Y, si tienes suerte y tu alma tiene el coraje necesario para poder perdonar, puede que un día ese recuerdo vuelva a tener la belleza y la exuberancia que un día lució. Mi corazón aún no está sanado, de hecho, no sé si volverá a sanar por completo, pero ha recobrado fuerza. Ahora siento que soy capaz de hacerlo. Soy capaz de volver tras mis pasos, excavar en el cementerio de mi memoria y exhumar el recuerdo de Salazar.

Si a lo largo de mi vida he conocido a alguien que mereciese la etiqueta de “especial” ese fue, sin lugar a dudas, Salazar Carvallo. Salazar y yo nos conocimos durante nuestros años de universidad. Yo estaba cursando la carrera de escenografía y dirección teatral y, por aquel entonces, me consideraba la persona más apasionada por las artes que caminaba sobre la faz de la tierra. Todo eso cambió cuando le conocí a él. Recuerdo el primer día de clase, cuando vi a Salazar cruzar la puerta de la universidad, con sus ojos castaños abiertos de par en par estudiándolo todo, su pelo revuelto y despeinado, sus finos labios contraídos en una sonrisa nerviosa, y un montón de guiones teatrales que apretaba con fuerza contra su pecho, como si fuesen su escudo. Hubo algo en su mirada distraída, en sus excéntricos ademanes y en su jovial actitud que me cautivó al instante. Era alguien completamente diferente a todas las personas que había conocido hasta el momento, y mi irrefrenable curiosidad hizo que no tardásemos mucho en trabar amistad. Cuando pude conocerle a fondo, quedé fascinado por el dechado de virtudes de las que el extraño hombre hacía gala. Salazar era tremendamente confiado y benévolo. Nunca se metía en ningún lío y no había persona en toda la universidad que pudiese decir una mala palabra sobre él. Era divertido, pero sin resultar fatigoso; tenía carisma, pero la suficiente como para que no se convirtiese en narcisismo, y tenía una agradable actitud infantil frente a la vida, pero ello no le impedía desplegar una tremenda profesionalidad y seriedad cuando la situación lo requería. Pero, si había algo que destacar de Salazar, era su tremenda pasión por las artes. Salazar era un dramaturgo en ciernes, le encantaba escribir escenas y obras. Había realizado un par de trabajos como actor en algunas representaciones teatrales de calidad. Le apasionaba la guitarra y era increíblemente bueno con los punteos; le encantaba bailar, aunque no era muy bueno en ello, incluso, de vez en cuando, solía entregarse con entusiasmo a los designios del pincel y las pinturas. Salazar no hacía otra cosa en su tiempo libre más que practicar sin descanso, una y otra vez, hasta llegar a conocer y dominar los elementos básicos que conformaban los principios del arte al que se entregaba. Sí, he de confesar que encontré la compañía de Salazar tremendamente estimulante e inspiradora. Cuando nos graduamos, nuestros destinos siguieron el mismo curso, ya que decidimos alquilar juntos un pequeño piso en la ciudad. Nada del otro mundo, sólo una vivienda de dos habitaciones, con un salón, un baño y una cocina. El espacio era suficiente como para tener nuestra intimidad, y lo suficientemente silencioso como para permitir que nos sumergiésemos en los quehaceres de nuestras profesiones sin demasiadas distracciones del exterior. Aún recuerdo ese día vívidamente. Estaba en el sofá del salón, sorbiendo una taza de café y entregado a la lectura de un libro, cuando la puerta se abrió de golpe, revelando tras ella la figura de Salazar.

- ¡Lo tengo, Héctor! ¡Lo tengo!

Salazar entró en el salón, con su pelo alborotado como de costumbre y una sonrisa infantil trazada en el rostro. Dejé la taza sobre la mesa y lo miré. Iba vestido con unos vaqueros azules y una camisa verde remangada hasta los codos. Portaba una enorme caja de cartón, en cuyo interior algo sonaba con los vaivenes del movimiento.

-Me alegro, Sal. Pero ¿qué es lo que tienes exactamente?

-Me he pasado semanas pensando. Estoy un poco aburrido de los diálogos barrocos, de los caballetes y las manchas de pintura, así que me puse a pensar. ¿Qué faceta del arte podría abordar ahora? ¿A qué puedo dedicar mis esfuerzos y qué me ayudaría a ganar puntos en mis actuaciones?

Me encogí de hombros ante su mirada inquisitiva.

Dejó la caja de cartón con delicadeza sobre la mesa, y volvió a mirarme mientras sonreía emocionado.

-Vamos, Héctor. Eres un tío listo. ¿Qué podría haber dentro de la caja misteriosa?

-Ni idea, Sal. Dímelo ya y corta con esto, que estaba en mi momento de descanso.

Ahora fue él quien se encogió de hombros. Sin dejar de sonreír, posó sus manos sobre la tapa de la caja y con un “tachán” la abrió de par en par.

En el interior de la caja, reposando sobre un lecho de hojas de periódico como un muerto reposa en su ataúd, había un muñeco de ventrílocuo. Su tez de madera tenía manchas de polvo y estaba veteada de líneas pardas. Tenía dos enormes y saltones ojos azules, que observaban con indiferencia el horizonte. Su pelo era una pieza moldeada de madera y teñida de un color rubio chillón. Vestía un elegante chaqué negro que alguien había confeccionado a medida. La levita estaba un poco deshilada, pero aún era una pieza admirable de sastrería. Su cuello estaba adornado con una pajarita verde medio torcida, y su boca articulada tenía trazada una eterna sonrisa que me resultó un tanto perturbadora. En la parte trasera, un hueco permitía a su dueño meter la mano y, sirviéndose de un palo con un gatillo, podía mover la boca a su antojo.

No era de los mejores dummies que he visto en mi vida, pero para comenzar era algo más que aceptable.

- ¿Qué? ¿Qué te parece? Lo he comprado hoy en el rastro a una anciana. No sé a dónde marcharía, pero cualquiera diría que se había propuesto vender toda su casa. La mujer vendía de todo, desde ropa a escobillas del baño.

Me quedé mudo durante un segundo. Los ojos del muñeco parecían mirarme, esperando un alago hacia su figura de madera.

- ¿Ventriloquía? ¿En serio, Salazar?

- ¿Qué pasa? -dijo él- Imagínate lo bien que este capullín y yo vamos a quedar cuando cerremos el número con un monólogo bien preparado. Lo antiguo se está poniendo de moda, Héctor. Verás como esto se convierte en mi seña de identidad.

- Tú eres el genio. Si lo dices, tendré que creerte.

Volví a tapar la caja para ocultar el rostro de la marioneta.

-Por cierto, espero que no se te haya olvidado que hoy tenemos que ir a la estación a recoger a Tobías.

Cierto. Tobías.

Tobías Carvallo era el primo menor de Salazar. Era todo un prodigio de la música y tocaba con soltura cuatro instrumentos diferentes. Había sido él el maestro de Salazar en el arte de la guitarra y la persona que lo apoyó de manera incondicional cuando comentó en su familia de banqueros que quería ser artista. Tobías venía a la ciudad a realizar una audición para el puesto de solista de piano en la orquesta de la comunidad.

Tres horas después Salazar y yo nos encontrábamos en la estación, viendo como un mar de gente y maletas se desplazaba de un lado para otro, escuchando voces que hablaban con tono monótono desde la megafonía y buscando con la mirada a un chico de baja estatura y ataviado con una de esas boinas francesas. Tobías no tardó mucho en aparecer entre la marea de cabezas que asolaban la estación, con una expresión calmada y arrastrando tras de sí una maleta azul con un estampado de cuadros rojos. Cuando nos encontramos con él, éste nos contó que el tren se había retrasado y habían estado dos horas parados en medio de la nada, lo que había acabado por agotar su paciencia y su energía. Tras convencerle de que no era necesario poner una hoja de reclamaciones, nos dirigimos a casa con los estómagos aullando de hambre.

Ascendimos por las escaleras de nuestro edificio, y al llegar al rellano de nuestro piso, la puerta de la derecha se abrió. Eugenia, nuestra vecina, apareció en un recoveco entre la puerta y la jamba, con su cara regordeta, su sonrisa afable, y sus diminutos ojos estudiándonos a los tres detrás de unas gafas redondas.

-Buenas tardes, chicos. ¿Quién es el apuesto caballero?

-Me llamo Tobías, señora. Soy el primo de Salazar -Tobías extendió la mano y saludó a Eugenia.

-Vaya, ¿tú también vienes de Marte, como tu primo?

Tobías nos dedicó una mirada confusa mientras nosotros reíamos por lo bajo.

-Olvídalo, niño. Cosas de viejas. Ah, por cierto, ayer me sobró un poco de pollo al ajillo, por si queréis comerlo y que lo pruebe Tobías. Cariño, hago el mejor pollo al ajillo de todo el mundo. Y no es un decir.

Eugenia era una bendición de vecina. Por supuesto, y siguiendo con la tradición del país, era una cotilla sin remedio, pero nunca iba divulgando por ahí las intimidades de sus vecinos. Sólo Dios sabe qué hacía ella con esa información. Siempre había sido muy respetuosa con nuestra intimidad, y los recurrentes obsequios de deliciosa comida nos daban un aliciente para llevarnos bien con ella. Nunca venía a visitarla nadie, así que creo que llegó a considerarnos a Salazar y a mí los nietos que nunca tuvo.

Tras despedirnos de la mujer y aceptar tres tuppers de suculento pollo, busqué las llaves en mi bolsillo y abrí la puerta.

Al llegar, dos enormes ojos azules me recibieron desde el salón. La caja del muñeco estaba abierta y puesta verticalmente sobre la mesa, de modo que parecía que estaba a punto de echar a andar. Extraño. Aún hoy juraría que, antes de irnos a la estación, dejé la caja tumbada sobre la mesa y con la tapa cerrada. Tobías decidió que el sofá haría las veces de cama, y rápidamente se hizo un hueco en el armario de su primo para dejar su ropa. Mientras comíamos, Salazar le comentó a Tobías que se iba a embarcar en un viaje al mundo de la ventriloquía. Cuando lo escuchó, dirigió una mirada llena de desconfianza y escepticismo al muñeco, que estaba ahora en uno de los anaqueles de la estantería junto a los libros, y dijo:

-Bueno, si de verdad vas a actuar con eso, necesitarás un número.

-Lo sé. -Respondió Salazar con su encantadora expresión infantil.

-Y también necesitará un nombre.

Salazar se quedó pensativo un momento.

-Es cierto -dijo-, necesitará un nombre. Pero aún es demasiado pronto, no lo conozco todavía. Primero escribiré un diálogo, y luego ya le pondré nombre.

Yo ya había convivido con Salazar durante mucho tiempo, primero en la residencia de la universidad, y después en nuestro piso, por eso sabía bien qué era lo que iba a ocurrir a continuación. Porque, cuando Salazar se entregaba a algo, se entregaba en cuerpo y alma.

Desde esa misma tarde, Salazar se recluyó en su habitación con el muñeco sin nombre. Los dos primeros días no se escuchó otra cosa en la casa que números grabados de ventriloquía que constituían el objeto de obsesivo estudio de mi compañero. Comía a horas intempestivas, su primo casi no lo veía más que por la noche, cuando se permitía un descanso de una hora tras la cena y nos contaba con entusiasmo los avances que estaba haciendo. Pasado el tercer día, su primo empezó a preocuparse. Debo admitir que hasta yo mismo sentía cierta intranquilidad, ya que desde la habitación de Salazar nos llegaban risas, gruñidos, jadeos y quejidos; y todos ellos parecían provenir de diferentes personas, como si dentro de aquella habitación se celebrasen aquelarres de manera diaria. Yo achaqué todos aquellos extraños ruidos a los intentos de mi amigo por hallar una nueva voz que concordase con la personalidad que iba a imbuir al muñeco de madera, de modo que, maldiciendo las excentricidades de Salazar, soporté aquella retahíla de sonidos que llenaban la casa. Incluso Eugenia llamó en una ocasión, un tanto preocupada, para preguntar a qué venía tanto grito y carcajada.

 Tobías me preguntó si aquello era algo usual, a lo que le respondí que lo era mientras Salazar estaba tratando de dominar una nueva técnica, pero, para tranquilizarle, le dije que eso nunca duró más de cuatro días, y ya habían pasado tres. Lo que le dije era cierto, Salazar se había comportado así en otras ocasiones, pero algo dentro de mí empezó a alterarse aquel viernes.

Llegué del trabajo casi por la noche. Tobías me había mandado un mensaje diciéndome que había quedado con algunos de los aspirantes de la orquesta para tomarse unas copas y que llegaría tarde, y Salazar debía estar en las últimas etapas de su fase de estudio, de modo que tendría el salón por completo para mí.

Cuando llegué a casa, dejé la chaqueta sobre el sofá y me puse a explorar los confines de nuestra nevera, en busca de algo apetecible que llevarme a la boca. Pregunté desde el salón a Salazar si iba cenar conmigo, pero como sólo me respondió el silencio, lo tomé por una negativa.

Comencé a calentar una sopa de verduras en la vitrocerámica, tomé un cigarro del paquete que guardaba en la chaqueta, y me asomé a la ventana de la cocina, que daba directamente a un callejón muy mal iluminado, en el cual descansaban los cubos de basura de nuestra comunidad y de la vecina, rebosantes de bolsas. Y mientras aspiraba humo del tabaco y efluvios de la basura, me llegó una peculiar voz desde el cuarto de Salazar.

-Sacos de carne y huesos. Sacos de carne y huesos. Son todos iguales. Todos, todos toditos…

Era una voz aguda, desgarrada, sibilante. Me erizó los pelos nada más escucharla. Casi podía saborear el gusto de locura que desprendían cada una de las vocalizaciones.

-Oh no. No, no, no, no, no. No tengas miedo. Ahora estoy contigo. Sí, los dos juntos. Papaíto no te va a dejar solito. ¿Sabes qué es lo único que debes hacer? Si, eso es…, hacer caso a papaíto.

La frase acabó con una risa, que al principio era aguda pero poco a poco fue tomando una gravedad sobrenatural. Casi podía sentir como reverberaba en mi pecho. El miedo me apretó la garganta. Apagué el cigarro y, sin hacer ruido, me acerqué a la puerta de la habitación de Salazar.

La voz seguía riéndose. Pero cada vez más y más bajo, como si supiese que me estaba acercando.

Posé la mano en el pomo de la puerta, y la risa cesó de golpe. La entreabrí con cuidado, pero aun así arranqué un débil y chirriante quejido de las bisagras.

Ahí, en la habitación, el muñeco de madera estaba sentado en la cama, erguido como una persona, y Salazar se hallaba postrado en el suelo, como si estuviese rezándole a la figura. Entonces, mi amigo giró la cabeza rápidamente y me miró con la expresión de miedo más pura que jamás he visto en mi vida. Sus ojos habían perdido brillo, su pelo estaba más lacio y alborotado que de costumbre y las ojeras oscurecían el contorno de su mirada. Cerré la puerta de golpe.

A los pocos minutos, Salazar salió de su cuarto.

-Esto…, Héctor. Lo de antes… Lo siento si te he asustado, es que estaba practicando y me he metido tanto en el papel que…

-Salazar -lo corté-. Sabes que soy tu amigo, ¿no?

El muchacho, que estaba temblando y con cara de quien va recibir una terrible reprimenda, dirigió su mirada al suelo mientras musitaba un débil “sí”. Tenía aspecto de estar a punto de llorar.

-Entonces sabrás que puedes contarme todo. Cualquier cosa. Si necesitas ayuda o…

-Vamos, Héctor. Ya te he dicho que no ha sido nada. Sólo me he emocionado un poco -cortó él, un tanto irritado.

 Cené tranquilamente mientras contemplaba cómo Salazar se bebía con avidez en un cuenco la sopa que me había sobrado y volvía a recluirse en su cuarto. Con el muñeco.

Cuando Tobías llegó de su salida nocturna, evité contarle el pequeño incidente con Salazar, pues creía que eso no haría más que avivar su preocupación. Y esa noche, mirando a través de la ventana el cielo estrellado, me dormí con el fantasma de aquella voz chirriante retumbando en mis oídos.

Cuando desperté a la mañana siguiente, Salazar tenía el mismo y deplorable aspecto que había lucido la noche anterior, pero podía ver claramente que algo maravilloso le había ocurrió. Pocas razones más podía haber para bailar encima de la inestable mesa de plástico del salón.

- ¡Héctor, amigo! ¡Te lo dije! ¡Te dije que ese pequeño granuja de madera iba a convertirse en mi buque insignia!

Como Salazar no paraba de saltar y danzar, le tuve que preguntar a Tobías, que intentaba de manera infructuosa practicar con su violín, cuál era la razón de la felicidad de mi amigo. Me explicó que el profesor Avellaneda, nuestro maestro en interpretación, iba a organizar una representación de una obra clásica, que tendría lugar durante un festival de artistas en el nuevo teatro que dirigía en la ciudad, llamado “La Flamenca” y que quería contar con Salazar y su nuevo compañero entre los artistas invitados. Pero la cosa no acababa ahí, puesto que Pedro San Martín, jefe de una de las agencias de management más importantes del país, iba a acudir al evento en busca de nuevos talentos que añadir a su ya abultada y prestigiosa agenda.

Una pena. Justo cuando creía que Salazar empezaba a ver más allá de su nuevo y amaderado amigo, la noticia de la actuación llegaba, multiplicando la obsesión del entregado artista.

Los siguientes días fueron muy raros. De la habitación de Salazar salía, día y noche, aquella mezcolanza de gritos, carcajadas, gemidos, gruñidos y demás sonidos que no fui capaz de clasificar. La irritación de Tobías hacia su primo crecía, no sólo porque no pasase con él más tiempo que el estrictamente necesario para comer, sino porque los incesantes ruidos que producía Salazar no le dejaban concentrarse en la interpretación de la pieza que iba a presentar al casting de la orquesta. Dos días después, recibí el mensaje de Sara, una amiga de la universidad, diciendo que era hora de volver a vernos, ya que ella se marchaba a Milán en unas dos semanas por trabajo y no volvería hasta el año siguiente. A sabiendas de que Salazar no acudiría a ningún lugar que no estuviese dentro de las fronteras de la casa hasta el día de su actuación en La Flamenca, ofrecí a Sara nuestro hogar para realizar la reunión.

Era ya casi media noche cuando los invitados comenzaron a llegar a nuestra puerta. Cuando salí a abrirlos, pude ver en el otro lado del rellano la mirada inquisidora de Eugenia, que se habría despertado al escuchar los pasos del pelotón al subir por las escaleras.

Salazar se había aseado y se había peinado. Aunque, cuando se enteró de que la reunión iba a tener lugar en nuestra casa se enfadó, argumentando que no podía perder ni un solo día de práctica, ya que su gran actuación cada vez estaba más cerca, acabó por acceder a darse una larga ducha y a olvidarse momentáneamente del hombre de madera que yacía cómodamente en su cama.

La velada transcurrió con tranquilidad. Éramos alrededor de doce personas, todos nos conocíamos de nuestra época de estudiantes, de modo que las anécdotas corrieron aquella noche con más fluidez que el vino. En el trascurso de la reunión, no pude evitar fijarme en que la mirada de Salazar parecía transmitir una especie de pena sofocada, como la de aquellas personas que están envueltas en una batalla privada en la que sólo ellos tienen cabida.

Llegada la madrugada, Sara empezó a interrogar a Salazar sobre los proyectos que andaba preparando. Al principio Salazar respondía con evasivas, monosilábicas casi todas, pero cuando Ernesto, un amigo común, mencionó el próximo evento de Avellaneda, la lengua de Salazar empezó a soltarse.

-De modo que vas a actuar en el evento de Avellaneda, ¿no, Salazar?

El aludido, que jugaba distraídamente con un botón de su camisa, asintió levemente con la cabeza.

-Avellaneda me contó que tienes un nuevo número entre manos. Intenté sonsacarle de qué se trataba, pero el viejo no soltó prenda. ¿No nos vas a dar tan siquiera un pequeño adelanto? -Preguntó Ernesto mientras apuraba su copa de ron.

Salazar se encogió de hombros sin dejar de estudiar el botón. Parecía un niño pequeño y avergonzado delante de un grupo de adultos que no ha visto en su vida.

-Bueno -dijo al fin- Supongo que podríamos improvisar algo.

- ¿Podríamos? No puedo creer que tengas un compañero de escenario y que no sea Héctor.

Salazar trazó una misteriosa sonrisa en los labios y se internó en su cuarto.

Tobías y yo nos miramos, inquietos. Era la primera vez que íbamos a verle con su nuevo “compañero”. No sabíamos qué esperar.

Cuando salió de su habitación, Salazar estaba sonriente. La pena de su mirada se había desvanecido para dejar lugar a una alegría ligeramente enajenada. Tomó una silla y se puso frente al grupo, dando la espalda al televisor.

Hola, hola, hola a todos!

La sangre se heló en mis venas. Era la voz. Aquella horrible voz que me había hecho estremecerme unas cuantas noches atrás.

Salazar comenzó con el número. Los chistes que utilizaba eran realmente ingeniosos, y la naturaleza obscena de la mayoría de ellas me chocó por alejarse tanto del estilo de humor al que mi amigo me tenía acostumbrado. Pero lo más impresionante, sin lugar a dudas, era la voz. Esa voz que era como unas uñas arañando una pizarra, como cristales rompiéndose contra el suelo, como el chirriar de las ascuas al entrar en contacto con el agua gélida. Salazar no movía la boca, tan siquiera unos milímetros. Se limitaba a asentir educadamente cuando el muñeco le preguntaba algo, y únicamente hablaba cuando su camarada de madera le daba pie a hacerlo. Mientras todos los ojos se fijaban en el dicharachero muñeco y sus ocurrencias, Tobías y yo observábamos atentamente a Salazar. Era extraño, pero parecía que estaba ausente durante el número, como si fuese el muñeco quien dirigía la actuación y el únicamente tuviese que preocuparse de que éste no cayese de la silla en uno de sus exagerados ademanes.

-Bueno, Salazar -dijo Sara tras reponerse de la carcajada que le había causado el último comentario mordaz del muñeco- Tu amigo es divertido, aparte de guapo, pero aún no nos ha dicho su nombre.

-Eh, señorita -dijo el muñeco con voz ronca- ¿A caso le preguntarías al perro cómo se llama el dueño?

Un coro de risas secundó el comentario.

-No, en serio. Debe tener un nombre, ¿no?

-Sí -se apresuró a responder Salazar-, pero eso mejor lo dejamos para otro día, o para la actuación de…

-La señorita desea saber mi nombre, Salazar.

Creo que todo el mundo en la sala quedó sorprendido por la habilidad de Salazar para simular dos voces casi de manera simultánea, pero lo que más me impresionó a mí fue el tono rudo y autoritario con el que habló el muñeco.

Salazar agachó la cabeza, obediente. El muñeco dejó de mirarle y rotó su cabeza hasta dejarla frente a su entregada audiencia.

-Mi nombre es Cracky.

- ¿Cracky? -Preguntó Tobías extrañado- ¿Por qué Cracky?

- ¿Queréis que os cuente la historia? Perfecto, a ver. ¿Por dónde empezar?... Ah, sí. Vale, ya recuerdo. Bueno. Hace mucho, mucho tiempo, yo vivía en un pequeño pueblecito. No era un pueblo muy grande, aunque había muchas viviendas. Las casas se juntaban como las cerillas dentro de una caja, y solía nevar. Sí, nevaba mucho. Mi creador era un hombre de unos cincuenta años, con tanto talento para la artesanía como para la bebida. Al principio, cuando me creó, estaba muy contento. Se pasaba las tardes admirando mi esbelta y perfecta figura, enorgullecido del trabajo que había hecho con esas manos temblorosas. Pero ¡ay de mí, cuando caía la noche! Ese viejo pagaba conmigo sus platos rotos. Si se enfadaba, me agarraba del pescuezo y me molía a golpes. Si alguien se burlaba de él, me tiraba contra las paredes una y otra vez, maldiciendo su suerte. ¡Ya ves tú, como si yo tuviese alguna culpa! Pero queridos, que esto se os grabe a fuego en vuestra triste y efímera consciencia: nunca hagáis enfadar a algo que no puede morir.

Las risas que hasta el momento coreaban los comentarios del muñeco fueron perdiendo fuerza y lustre. Los presentes seguían riendo por lo bajo, pero eran risas que estaban comenzando a morir, porque se les estaban agotando las razones para existir.

-Sí. Me enfadé. Me enfadé mucho, y se lo hice saber. Por supuesto que lo hice. No he venido a este mundo para ser la cabeza de turco de ningún viejo con propensión a la dipsomanía. Después de verme enfadado, el viejo dejó de convertirme en el blanco de sus ataques. Pero, en vez de controlar su furia, la desató sobre alguien tan inocente e indefenso como yo. Veréis, el viejo tenía una hija. Una preciosa cría de no más de once años. Tenía una cara redondita y colorada, con unos bucles del mismo color que mi cara que rebotaban como muelles cada vez que iba correteando de aquí para allá. El caso es que, una noche, el viejo decidió visitarla a ella. Y al día siguiente, cuando vi su preciosa carita redonda con un moratón en el ojo y las marcas de las manos temblorosas en su cuello, me volví a enfadar. Pero mucho, mucho. Por las noches, cuando el viejo dormía o se quedaba inconsciente después de beber, yo llamaba a la niña… Los dos nos hicimos amigos. Nos entendimos al instante. Y ella comprendió que era yo quien quería el bien para ella, no ese desecho de alcohol y autocompasión. Mientras nuestra amistad crecía, también lo hacía su rabia contra su padre. La muchacha quería hacer algo. Sabía que su padre era un hombre malo y que debía pagar por todas las cosas que nos había hecho a los dos. Sí, lo decidimos. El viejo pagaría. Una noche, su padre llegó especialmente borracho a casa. Borracho y humillado. E hizo lo único que su cerebro de cacahuete le permitía hacer: desquitarse con su hija. Cuando se cansó de golpearla, la niña vino a verme, y me dijo que había tenido suficiente: que se había cansado. De modo que me sacó de mi caja y, los dos juntos fuimos a por un martillo y a por unos alicates. Sólo había algo que al viejo le gustaba tanto como beber, y eso era esculpir en la madera. Él nos había quitado lo que más ansiábamos en esos momentos: la libertad. De modo que nosotros le quitaríamos lo que más quería.

Juntos, la niña y yo fuimos a su cuarto, donde el viejo se hallaba en un estado entre el sueño y la inconsciencia. “Es viejo, pero puede correr. Si huimos, nos alcanzará. Hay que remediar eso”, dije yo. La niña, muy obediente, tomó el martillo y sin vacilación ninguna le rompió las rodillas. Ja, ja, ja, ja, ja. Aún recuerdo la cara de espanto del abuelo. El pobre hombre estaba más borracho que una cuba, y poca resistencia pudo oponer cuando su hija tomó sus dedos y los metió entre los alicates. Y el sonido. Oh, ese sonido. Cada vez que la tierna criatura apretaba los alicates, los dedos se partían como ramitas secas de un árbol otoñal. ¿Sabéis qué ruido hacían los dedos al romperse? ¡Exacto! ¡Crack-y, Crack-y, Crack-y! Ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja.

El muñeco reía como un maníaco, mientras toda su audiencia palidecía y Salazar continuaba explorando las peculiaridades de nuestra moqueta, como ausente a todo lo que ocurría. Al cabo de unos minutos, los invitados estaban saliendo por la puerta, un tanto contrariados todavía por el relato de Cracky. Una vez los hubimos despedido, Tobías y yo, que estábamos empezando a alarmarnos de verdad por el estado de Salazar, acordamos tener una charla con él, pero cuando volvimos al salón, mi amigo ya se había confinado en su cuarto.

Desde esa noche, las cosas comenzaron a volverse extrañas. Muy extrañas.

No veíamos a Salazar durante los días, sólo salía por las noches, cuando el hambre lo acuciaba lo suficiente como para dejarse ver. Cuando le preguntábamos qué hacía en su cuarto, respondía con escuetos “nadas”, y, las pocas veces que se dignaba a responder, decía muy secamente que estaba trabajando en su número con Cracky. Y mientras las extravagancias de mi amigo aumentaban, también se nutría mi odio por aquel maldito muñeco. La sola contemplación de sus ojos azules y su semblante amaderado encendía mis nervios y alteraba mi conciencia. No podía entender cómo un pedazo de madera esculpida podía estar no sólo arrebatándome a mi amigo, sino consumiéndolo a pasos agigantados.

La apariencia de Salazar estaba en decadencia. Su lustroso pelo castaño parecía ahora compuesto de cientos de endebles hebras, su piel había adquirido un tono ceniciento. Las ojeras de sus ojos eran ya un rasgo más de sus facciones y los labios eran dos finas líneas cuarteadas y moradas. Salazar se había convertido en el espectro del increíble hombre que una vez fue.

Los días pasaron, y a medida que se acercaba la fecha del evento de Avellaneda, Salazar se volvía más taciturno y extraño. Tobías estaba cada vez más molesto y preocupado por su primo. Trataba de sacarlo a la calle para que saliese a pasear y disfrutase del aire fresco, y Salazar accedía, pero sólo salía si Cracky iba con él. Tobías aguantaba estoicamente las excentricidades de su primo, pero ver su obvio deterioro tanto físico como mental acabaron por colmar su paciencia. La relación entre los primos llegó a su punto de inflexión en una tarde de principios de verano, durante la comida.

Faltaban algo más de una semana para la actuación de Salazar en el evento de La Flamenca y la audición de Tobías, de modo que los dos muchachos estaban sumidos día y noche en los respectivos preparativos. Tobías, que el día anterior había discutido acaloradamente con su primo a causa de los ruidos que salían de su habitación, se sentía un poco culpable por las cosas que le había dicho a Salazar, a pesar de que este no había dado el menor signo de importarle lo que escuchaba. De modo que, muy diligentemente, ordenó comida china para declarar un alto al fuego entre ambos. Salazar todavía estaba en la habitación cuando estábamos poniendo los platos. Tobías se trabajó la decoración y la presentación de la comida y, muy satisfecho con su trabajo, llamó a Salazar a la mesa.

Cuando éste salió de la habitación, todavía iba vestido con el pijama y la bata. Presentaba un aspecto deplorable e incluso olía un poco. Su mano izquierda hacía constantemente un movimiento repetitivo, como si estuviese intentando enhebrar un hilo, y su mano derecha desaparecía en las entrañas de Cracky.

-No le habéis puesto un plato -dijo él con un tono de voz monótono y ausente.

-Vamos, no me jodas, Salazar. -Tobías golpeó la mesa con la mano-. Esta comida es para hacer las paces. Para hacer las paces contigo, no con esa mierda de marioneta.

-No lo insultes -musitó Salazar con un hilo de voz.

-Salazar, escúchame. -dije mientras me levantaba de mi sitio y posaba una mano conciliadora sobre su hombro- Eres una de las personas más especiales e increíbles que he conocido en mi vida. Ya lo eras antes de dar con este muñeco. Te lo dije hace un tiempo, y te lo vuelvo a repetir. Yo soy tu amigo, y él es tu primo. Pase lo que pase, puedes confiar en nosotros. Puedes contarnos lo que sea.

Salazar alzó la vista, y nuestros ojos se encontraron. Me pareció ver un reflejo en sus pupilas. La misma luz hermosa y extraña con la que había cautivado a todo el mundo durante su etapa en la universidad. Estaba ahí, comenzaba a aflorar y…

- ¡DÉJATE DE MIERDAS, SALAZAR!

Tobías, que había agotado del todo su paciencia, se levantó con ímpetu de su silla y la tiró al suelo. Se abalanzó sobre su primo, lo tomó del antebrazo y lanzó a Cracky contra la ventana abierta del salón. Erró el tiro por unos centímetros y la cabeza del muñeco golpeó el dintel, cayendo con un ruido sordo a la moqueta del salón.

Salazar, que había seguido horrorizado la trayectoria de su compañero, volvió la cabeza hacia su primo, con una expresión de rabia tan pura que me hizo retroceder unos pasos.

El aspirante a ventrílocuo no dijo nada. Se limitó a recoger del suelo con ternura a Cracky, como si fuese su hijo, mientras nos miraba con esa cara de ira demencial. Con un estruendoso portazo, volvió a encerrarse en su habitación.

La tensión que flotó en la casa durante los siguientes dos días era casi asfixiante. Salazar sólo salía de su cuarto en contadas ocasiones. Y cuando lo hacía, siempre salía acompañado de Cracky y murmurando cosas al oído del muñeco. Tobías hacía todo lo posible por soportar la situación, y sublimaba la rabia que sentía contra su primo en forma de interminables sesiones de violín. Yo, por aquel entonces, estaba inmerso en la reescritura de un guion de teatro que debía entregar a una compañía en cuestión de una semana, y la tirantez de la atmósfera que se respiraba en casa no me dejaba concentrarme. De modo que, anteponiendo mis labores profesionales al resto de mis problemas, avisé a mi tía de que iría a pasar unos días al pueblo con ella, para relajarme y terminar el guion. También esperaba que Salazar y su primo lograsen entenderse mientras yo me ausentaba. Tenía la esperanza de que las inminentes actuaciones de ambos los unirían y les recordarían que, a parte del vínculo de la familia, los unía el eterno vínculo del arte. Tobías lamentó mi partida, pero, entendiendo que aquel no era lugar para trabajar en la escritura, me deseó un próspero retiro. A Salazar se lo tuve que comunicar a través de la puerta. No obtuve otra respuesta más que un conciso “Buen viaje”.

Antes de irme, me despedí también de Eugenia. Le dije que si ocurría algo ya sabía cuál era mi número. La mujer me entregó un par de bocatas de tortilla para el viaje y, con un afectuoso beso en la mejilla, me despidió casi con lágrimas en los ojos. Recuerdo que, al salir del edificio, miré durante un instante hacia atrás. Y juraría que, asomando tímidamente a través de una de las ventanas de nuestro piso, vi el endemoniado rostro de Cracky dedicándome la sonrisa más inerte y escalofriante que he visto en toda mi vida.

El efecto que el campo tuvo sobre mí fue asombroso. En cuestión de un día, y gracias al aire renovador del bosque, pude librarme de las preocupaciones que constreñían mi creatividad y mi talento. En tan solo una tarde hube completado casi la reescritura del texto, de modo que dos días después ya estaba paseando por el bosque liberado de la tiranía del reloj, y entregado por completo a la naturaleza. Volví del paseo cuando la luna ya empezaba a alzarse en el cielo azul, oscureciéndolo. Mi tía me dijo que tenía una llamada de la ciudad. Maldije por lo bajo. Me quedaban cuatro días más allí y no quería saber nada de artistas, muñecos o actuaciones hasta que volviese a la ciudad, pero mi tía me dijo que la persona que lo había llamado parecía alterada, de modo que devolví la llamada.

Era Tobías.

Me contó que Salazar había tenido un ensayo general con el resto de los artistas del evento. Tobías no sabía que había pasado, sólo que ese día Salazar llegó hundido y no dijo una sola palabra. Después, Avellaneda llamó diciendo que no quería volver a ver a Salazar por el teatro nunca más, que no se molestase en presentarse al evento porque no tendría espacio para actuar. Estaba muy consternado por algo que Salazar, o mejor dicho, Cracky, había dicho a Pedro San Martín, el ojeador de talento. Sabía lo importante que era esa actuación para mi amigo, de modo que le pregunté a Tobías cómo se lo había tomado, pero repuso que Salazar no había salido de su cuarto desde entonces. Tobías estaba tremendamente preocupado. Traté de llamar a Salazar personalmente, pero su móvil no daba señal.

Decidí dejarlo estar. Yo necesitaba esas pequeñas vacaciones y seguro que, fuese cual fuese la situación, podría soportar mi ausencia por unos cuantos días más. Pasaron dos plácidos días. Yo disfrutaba de la quietud del campo, pero mi cabeza volvía una y otra vez al asunto de Salazar. No podía evitar pensar en ello, y menos cuando faltaba tan poco tiempo para la que hubiese sido la actuación que cambiaría su vida. Albergaba dudas en mi interior sobre si no había sido demasiado egoísta al no acudir a la ciudad cuando Tobías me llamó, pero las dudas desaparecieron esa misma tarde. Otra llamada perturbó mi descanso. Esta vez, era Eugenia.

-Héctor, querido ¿Cómo estás?

-Todo bien, Eugenia. ¿Qué tal va todo por ahí?

-Bien, hijo, bien… Bueno en realidad… -Había algo en el tono de voz de la anciana que hizo que se me tensasen los músculos- Mira, Héctor. Sé que me dijiste que estabas de vacaciones y que no te molestase si no era algo urgente, y puede que sea una tontería, pero estoy un poco preocupada.

Al instante, un nudo nació en mi garganta y mis tripas se contrajeron.

- ¿Qué ocurre?

-Verás. Ayer por la noche empecé a escuchar gritos del otro lado de la pared. Creo que Salazar estaba discutiendo con ese primo suyo. Gritaron mucho. Se dijeron cosas horribles, tremendamente horribles. Yo me estaba empezando a asustar porque los gritos creían y creían. Entonces…, escuché un golpe seco, y los gritos pararon. Supuse que alguno de los dos había dado por zanjada la conversación con un portazo, así que lo dejé estar. Pero ayer. Ayer me llegaron otros ruidos. No sé, ruidos muy extraños. No los supe identificar, pero no pararon en todo el día. Llamé a vuestra casa para ver si estaba todo bien. Me abrió Salazar, con ese muñeco extraño. Por Dios bendito, parecía que había envejecido una década en cuestión de días. El caso es que le pregunté si todo iba bien. Me dijo que sí, pero estaba más… ausente de lo habitual; también me dijo que Tobías había vuelto a casa de sus padres. Y creo que hace tiempo que no tira la basura, porque cuando abrió la puerta me llegó un olor que aún se percibe en el rellano. No sé, Héctor, puede que todo esto sean solo imaginaciones de una vieja chocha. En su momento no quise llamar a la policía porque sois buenos chicos, y no creo que Salazar esté haciendo algo malo, pero creo que deberías volver cielo. Volver y echarle un vistazo. Más ahora que su primo se ha ido y le ha dejado solo.

Agradecí a Eugenia que me hubiese llamado para informarme. Colgué y me derrumbé sobre la cama de mi cuarto. No tenía sentido. ¿Tobías había vuelto a casa de sus padres? Todavía faltaba un día para su audición, era muy extraño que el muchacho se hubiese rendido sin llegar tan siquiera a presentar batalla, incluso con la situación tan tensa que tenía en casa con Salazar. Me extrañaba mucho que se hubiese vuelto a su casa antes de tiempo sin llamar para avisarme. Esa noche no pude dormir. Estuve en vela pensando cómo mi amigo se había transformado en cuestión de semanas en un hombre taciturno y ensimismado. La llamada de Tobías me había puesto nervioso, pero la de Eugenia me había perturbado de tal forma que ahora me sentía culpable por haber abandonado a mis amigos en un momento tan delicado. Miré el calendario. Mañana tendría lugar el evento en La Flamenca. Me imaginé lo mal que tenía que estar pasándolo Salazar, abandonado por su primo y con el sueño de su vida haciéndose pedazos lentamente. Mañana sería un día duro para él, y yo no podía hacer más que estar a su lado para consolarle y, de paso, quitarle de la cabeza de una vez por todas toda aquella estupidez de la ventriloquía.

Sin pensarlo dos veces, me levanté de la cama y tuve la maleta preparada antes de la salida del sol. A las nueve de la mañana ya estaba metido en un autobús, camino a la ciudad. Llamé a Tobías, pero no contestó. Llamé a Salazar, y tan siquiera dio tono. Con la ansiedad creciendo en mi pecho sin razón alguna, llegué a nuestra calle y observé la venta donde había visto a Cracky antes de partir al pueblo. Esta vez estaba vacía.

Cuando llegué a la puerta de casa, pude apreciar un leve tufo en el rellano. La historia de Eugenia era cierta; no estaba tan chocha como ella pensaba. Cuando entré a casa, me encontré con todo perfectamente ordenado, pero el hedor era ahí más evidente. La casa estaba vacía. Miré en la basura, pero ahí no había nada. Busqué en la nevera algún alimento en mal estado, pero también estaba desierta. Tras evaluar mi cuarto en busca de posibles focos del olor y no encontrar nada, me metí en el de Salazar. La habitación de mi amigo estaba también perfectamente ordenada. Cada libro en su sitio, cada zapato en su caja, las ventanas impolutas. Salazar nunca había sido tan metódico con la limpieza, y Tobías era tan descuidado que “desastre” podría ser su sobrenombre. Me acerqué al armario blanco que tenía empotrado en la pared derecha y lo abrí.

La ropa de Salazar estaba puesta en dos los primeros anaqueles del armario, los otros dos, estaban aún ocupados por la ropa de Tobías.

De nuevo, el nudo en la garganta.

Estaba empezando a asustarme y a preocuparme realmente. ¿Por qué Tobías se había marchado y había dejado toda su ropa ahí? ¿De dónde venía ese olor fétido? ¿Dónde estaba Salazar? Notaba como un sudor frío se deslizaba por mi cuero cabelludo hasta mi frente y las manos empezaban a temblarme. Todo aquello era raro; era muy raro.

Tratando de calmarme, tomé un cigarro, lo encendí, y abrí la ventana de la cocina. Aspiré el humo y lo solté por la nariz. Mis ojos empezaron a recorrer desde la altura el silencioso callejón al que daba la ventana. Entonces, mis ojos distinguieron algo entre el brillo metálico de los cubos de basura. No era posible.

Bajé apresuradamente y fui hasta el final del callejón, donde cuatro cubos de basura se apiñaban en torno a algo. Era una maleta azul, con un estampado de cuadros rojos. La sangre martilleaba mis sienes y mi corazón latía con tanta fuerza que podía notar su pulsión a través de todo el cuerpo. Moví los cubos y saqué la maleta, que pesaba una tonelada y tenía un denso líquido oscuro rezumando de la cremallera.

Casi sin aire y mareado, la tumbé en el suelo y la abrí.

Primero vi los ojos. Unos ojos que parecían contener nubes dentro de ellos, tan blancos y opacos como el hielo. Una lengua pálida e hinchada sobresalía de los labios lívidos. El pelo se había endurecido por la sangre y presentaba un color negro carmesí. Los miembros estaban cercenados, amontonados y apilados en torno a la cabeza; apretujados y desordenados como los juguetes de un crío dentro de su caja. El hedor que había percibido en mi piso se multiplicó al instante, y una agresiva arcada acudió a mi garganta. Trate de apartar la vista, pero no pude.

Desde el interior de la maleta, la cabeza decapitada de Tobías me devolvía la mirada.

Trastabillé y caí al suelo, aturdido. En medio de aquella vorágine de sentimientos, mi mente, todavía en estado de shock, encontró la energía suficiente para dibujar una palabra en mi histérica consciencia: “Salazar”.

Al instante, supe donde había ido mi amigo.

No me enorgullece decir que dejé ahí tirado el cuerpo de Tobías. No pude hacer otra cosa. No era capaz de pensar con claridad. En mi mente solo existía mi amigo y la remota posibilidad de que, quizás, aún podría salvarle.

 De algún modo, me levanté y eché a correr a través de la calle de la ciudad. Con la cara desencajada por el terror y empujando a los despistados transeúntes que se cruzaban en mi camino.

La Flamenca era un teatro que se encontraba entre un laberinto de estrechas calles de la ciudad. Un sitio bohemio de no muy fácil acceso que era difícil de encontrar si no habías estado nunca. Por eso, cuando hubo caído la noche y llegué a la puerta del teatro, no había ni un solo alma en la calle.

Me paré ante la puerta para recuperar el aliento. El letrero de la entrada estaba iluminado con luces rojas y anaranjadas. En cuestión de un par de horas, la gente empezaría a llegar al evento. No sabía cómo, pero en mi interior tenía la absoluta certeza de que Salazar se encontraba en el interior del edificio.

Negra era la noche que se había derramado sobre la ciudad, pero más oscuras eran las tinieblas dentro del teatro

Tomé aire y, armándome de valor, me adentré en las entrañas de La Flamenca.

Cuando llegué a la sala, todas las butacas estaban vacías. No se escuchaba ni un susurro en todo el lugar. Un olor metálico me llegó desde la distancia y tuve que reprimir otra arcada. El escenario estaba oculto por las cortinas carmesíes y un único foco de luz apuntaba justo al centro de las cortinas, expectante por bañar con su luz a un artista entregado.

Caminé por el pasillo principal. Con el rabillo del ojo, pude ver un extraño bulto sobre una de las butacas. La penumbra no me dejaba distinguir bien qué era aquello, de modo que saqué la linterna del móvil y enfoqué el haz de luz hacia el bulto.

Solté un profundo grito de terror.

El profesor Avellaneda estaba sentado sobre la butaca. Su cuerpo estaba inclinado hacia delante y lo único que le impedía tocar el suelo era su cabeza, que reposaba en el respaldo del asiento que tenía delante. De su pecho sobresalían unas tijeras metálicas, sobre las cuales discurría un ligero cauce de sangre que formaba un charco a sus pies inertes y expedía ese característico olor metálico que nunca más olvidaré.

En ese momento, el sonido de la tela al moverse captó mi atención. Las cortinas se descorrieron, y el potente haz de luz del foco cayó sobre un objeto en el escenario. Era una guillotina.

- ¡Señoras y señores! ¡Damas y caballeros! ¡Niños y niñas! -Era la voz. Esa aborrecible y aguda voz- ¡Sean todos ustedes bienvenidos al único número de…! ¡El Gran Cracky!

Se escucharon unos pasos, y la figura de un hombre apareció en uno de los extremos del escenario, se colocó frente al foco e hizo una torpe reverencia. Iba vestido con una camisa azul salpicada de manchas oscuras, los pantalones vaqueros estaban raídos y sucios. Su cabeza estaba cubierta por un saco negro. Su mano derecha estaba desnuda y los nudillos estaban en carne viva, y la izquierda estaba perdida en las entrañas del monstruoso Cracky.

Con gesto vacilante, el hombre se quitó el saco.

El rostro de Salazar emergió entre las sombras y sus ojos se entrecerraron a causa del fulgor de la luz. Tenía un aspecto cadavérico. Había perdido pelo, su semblante parecía el de un esqueleto y los ojos se hundían en las profundidades de sus cuencas. Una cascada de sangre bajaba por su mentón para caer en su camisa. El terror se volvió casi tangible cuando me fijé en su boca: sus labios estaban cosidos, abultados y amoratados, recorridos en toda su extensión por un hilo negro, cuyas puntadas todavía sangraban con profusión.

No era verdad. Aquello no podía ser verdad. No podía estar pasando.

Sin meditarlo un segundo, avancé hacia el escenario.

-No, no, no. -masculló Cracky-. Lo siento jovencito, pero no necesitamos voluntarios para esta actuación.

Con una brusquedad exagerada, Salazar metió la mano derecha en uno de sus bolsillos y extrajo una navaja que expedía un brillo mortal bajo la luz del foco. Con otro movimiento errático, alzó la mano y posó el filo del cuchillo en su cuello. Era como si Salazar se hubiese convertido en el títere, y unas cuerdas invisibles guiasen todos sus movimientos, movidas por manos inexpertas.

Me quedé paralizado a medio camino del escenario.

-Nuestro querido Salazar ya ha desafiado las leyes de la ventriloquía cosiéndose esa enorme bocaza que tiene, pero hagámoslo un poco más complicado. A continuación, presenciareis un número nunca antes visto en el mundo de la ventriloquía, que he tenido el acierto de llamar “El huevo o la gallina”.

Mientras Cracky hablaba, Salazar caminaba hasta ponerse detrás de la guillotina.

-Decidme, querido público, ¿puede acaso una bombilla alumbrar sin electricidad? ¿Puede un pájaro volar sin alas? ¿Puede un barco navegar sin mar?

Salazar, sin quitarse aún la navaja del cuello y con ojos suplicantes, se arrodilló ante la guillotina. Levantó el cepo, introdujo la cabeza en el hueco, y volvió a cerrarlo con un chasquido que reverberó por todo el teatro. La cuchilla inclinada osciló peligrosamente en el sombrero de la guillotina, esperando a que la cuerda que recorría la polea quedase libre para iniciar su mortal descenso.

-Todas esas preguntas dan absolutamente igual. La pregunta que debería estar formulando el público es la siguiente: ¿Puede un títere hablar sin su ventrílocuo? -Un latigazo de puro terror azotó mi cuerpo. Noté cómo las piernas me fallaban, y tuve que apoyarme en el respaldo de una butaca para no caer por la impresión- Es hora de averiguarlo.

Lo que pasó a continuación, todavía está grabado en mis retinas, con tanta claridad que aún puedo verlo si cierro los ojos.

Cracky comenzó a reír a carcajadas, con una risa tan estremecedora como histérica. Salazar me dedicó una última mirada. Una mirada cargada de culpa, de miedo y de desesperación, pero que, tras todas aquellas cosas, escondía una profunda disculpa. La mano que portaba la navaja se alzó y, con un violento ademán, cortó la cuerda que le ataba a la vida.

La cuerda se rompió. La guillotina osciló durante una milésima de segundo, y después cayó con un destello plateado.

Se escuchó un sonido breve, pero estruendoso. Y, un instante después, la cabeza de Salazar rodaba por el escenario, con la boca hilvanada, los ojos abiertos de par en par, y dejando tras de sí una sangrienta estela.

Y mientras, Cracky reía.

Cracky seguía riendo.

Ya han pasado tres años de eso. Hoy es navidad. Siempre recuerdo a Salazar en navidad. A pesar de todo lo que pasó, sigo pensando en él como en un hermano. Porque sé que lo que ocurrió no fue su culpa. Sé que, de alguna forma, era aquel muñeco maldito el que lo estaba controlando a él. Salazar sólo fue un peón más en el juego de Cracky. Tan solo espero que, donde quiera que esté, mi amigo y su primo hayan podido encontrar la paz.

- ¡Tío Héctor! ¡Tío Héctor!

La voz de Mara, mi sobrina, me saca de mi viaje al cementerio del ayer.

- ¿Qué pasa, princesa?

La niña se para ante mí, lleva una bolsa de tela con ella.

- ¿Quieres ver lo que me ha traído Papá Noel esta navidad? He sido una niña muy muy buena.

-Vamos a ver que te ha traído el viejo barbudo.

Mara traza una sonrisa, con tal luz, que tiene el poder de disipar todas las tinieblas del pasado.

Pero la luz se apaga. De golpe. Y las nubes vuelven a encapotar el cielo. Porque mi sobrina saca del interior de la bolsa un muñeco. Un muñeco con el pelo de un color amarillo chillón, y unos intensos y saltones ojos azules que me resultan muy, pero que muy familiares.

 

 

 

 


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