Un suspiro La mujer llora e implora de rodillas. Sus tirabuzones castaños se mueven de un lado al otro, describiendo bellas formas que únicamente mi ojo puede captar. Los soldados persas le escupen, se burlan de ella. Uno de ellos, el que parece un toro sin cuernos, le arrebata al recién nacido de entre los brazos y lo zarandea con fuerza. Huelga decir que he visto a Dionisio tratar mejor a sus tinajas de vino en las bacanales que organiza por las noches en el Olimpo. La mujer grita más fuerte y trata de ponerse en pie. Incluso herida y humillada, sus ojos centellean con la fiereza de una loba cuando se trata de defender a su prole. Bravo por ella. Otro de los persas se adelanta y le propina una patada en la boca. La mujer cae al suelo, ocultando sus labios sangrantes entre sus manos. Las gotas rojas resbalan entre sus dedos y tiñen la arena del color del arrebol. Arrugo el ceño y doy un paso hacia adelante. Pero una mano segura y férrea me agarra del antebrazo. -N...
El Señor Verde llegó a su casa dos noches después de que falleciese su abuela. A sus once años, Saúl ya sabía lo que significaba el término “herencia”, lo había visto en algunos programas de la televisión e incluso había leído sobre ello en alguno de los libros de terror que solía llevarse a escondidas de la biblioteca del colegio, sólo que no se había imaginado que tuviese que preocuparse por él tan pronto. Su padre volvió a casa cerca de medianoche, cuando las calles habían enmudecido y sólo se escuchaba el ocasional aletear del ala de algún pájaro nocturno. El niño se asomó ligeramente al pasillo en cuanto escuchó el sonido de la cerradura, y vio cómo su padre entraba en casa con los hombros caídos y cara de agotamiento. Llevaba una bolsa de plástico blanca en su mano derecha, y ésta pendía de un lado al otro con el vaivén de su movimiento. Su padre dejó las llaves sobre la mesa de la entrada, se frotó los ojos y suspiró. Después, como si dentro de su cabeza alguien ...
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