Setas, setas, setas Parte II

 



—Vale, a ver si lo entiendo —recapituló Bruno—. Hemos venido a un hospital abandonado, donde se han producido varios sucesos inexplicables, entre ellos la desaparición de una pareja de adictos que se servían de este lugar como fumadero de opio, para consumir unas setas alucinógenas que tu abuela pastillera se olvidó en la cocina.

Cris bufó.

—Mira, lo primero de todo, si lo cuentas así parece el argumento de una película mala de terror de serie B. Lo de las desapariciones son una coincidencia, la gente desaparece constantemente en todos los sitios. Este hospital es el único lugar resguardado donde podemos tomar las setas sin que nadie más se entere. Y segundo, mi abuela no es una pastillera. Es una mujer explorando su senectud de manera creativa.

—Vale Cris, pero venir al hospital a comer esto no es buena idea. ¿Por qué no vamos al bosque? Vamos a la orilla del reguero que hay cerca del puente y lo hacemos ahí —propuso Alex.

—No. El bosque no es buena idea. —Valero había pronunciado esas palabras sin dejar de dar vueltas alrededor de la sala. Estudiaba sus muros como si fuesen parte de una exposición de arte—. Si consumes alucinógenos es mejor hacerlo en un lugar delimitado. Si vamos al bosque alguno se podría perder, y anochecerá en un par de horas. Esta sala está bien. No hay muchas cosas puntiagudas ni cristales rotos por el suelo.

—No..., esto no es una buena idea… —Silvia andaba de un lado a otro mientras se mordisqueaba la uña del dedo gordo. Parecía un animal enjaulado—. ¿Y si a alguno le da un mal viaje? ¿Y si alguien sale de la sala y no nos damos cuenta por estar demasiado colocados? Pueden salir mal mil cosas.

—Bueno. Pues no consumas y quédate cuidándonos —sugirió Cris mientras sacaba las setas atrofiadas de la bolsa.

Silvia no objetó nada ante esa idea.

Parecía que el apoyo que Valero había dado a la moción de comer las setas en el hospital había sido decisivo. El silencio de Cinthya daba a entender que ella tampoco tenía ningún problema con la decisión de su hermano.

La chica partió las setas en trozos más o menos iguales. Consultaba un pequeño trozo de papel que estaba dentro de la bolsa, probablemente instrucciones escritas de su abuela sobre las cantidades y los diferentes modos de consumo.

Cuando hubo terminado, repartió un pedazo a cada uno. Alex lo tomó entre sus manos y lo olfateó. Despedía un olor dulzón y desagradable, como el de las manzanas podridas, que se mezclaba con el olor a polvo que impregnaba la sala abandonada.

Bruno y Valero despejaron el suelo de los pocos restos de yeso y hormigón que había esparcidos y pusieron las viejas carretillas en la puerta de la sala, para bloquear la salida y facilitar el trabajo a Silvia.

—Mi abuela tiene anotados unos cuantos métodos para tomar las setas, pero como había que venir hasta aquí y no me apetecía cargar con más cosas en el bolso, vamos a tomarlas tal cual. Lo único que debéis saber es que tenéis que masticarlas bien antes de tragarlas para sacarles todo el jugo. Fácil y sencillo.

Cynthia observaba la seta con una expresión de ligero desprecio. Las aletas de su nariz se dilataban y se contraían cuando olfateaba el hongo. Valero tenía una ceja encarnada y miraba al resto de muchachos.

—Por Dios —murmuró Bruno—. Espero que no sepa igual que huele.

—Yo no tendría muchas esperanzas —respondió Alex.

Cris contó hasta cinco, y todos se introdujeron las setas en la boca. Unas muecas cómicas de asco florecieron en el rostro de los muchachos, mientras Silvia los observaba con la cara enterrada entre las manos, como si estuviera viendo una película de terror. Los hongos tenían un sabor amargo y terroso, con toques metálicos como la sangre o los pasamanos de los centros comerciales. La textura era gomosa y resistente. Al cabo de un rato, donde el silencio solo era roto por el ocasionar chasquido de las mandíbulas al mascar, los muchachos ingirieron las setas.

—¿Notáis algo extraño? —preguntó Silvia con un hilo de voz.

—Pues no —reconoció Bruno.

—Es que el efecto no es inmediato —aclaró Cris, que era toda una erudita en el tema—. Hay que esperar un poco a que entre en el sistema. Luego ya flotas.

—Bueno, ¿y qué vamos a hacer mientras tanto? ¿Habéis traído cartas? —preguntó Alex mirando alternativamente a sus compañeros.

Cynthia se tumbó en el suelo con delicadeza. Su cabello negro se extendió alrededor de su cabeza como una aureola de ébano. Parecía importarle más bien poco la capa de suciedad que recubría el antiguo quirófano. Soltó un leve suspiro y dijo:

—¿Por qué no seguimos con las historias? Yo me sé una.

El grupo guardó silencio. Valero contemplaba a su hermana con una media sonrisa en la comisura de los labios.

—Es la historia de la mujer que dio nombre a este hospital. Marjorie. ¿La habéis escuchado alguna vez? —Todos negaron con la cabeza. El nombre de Marjorie era familiar para cualquiera que hubiese crecido en la ciudad, pero todos cayeron en la cuenta de que nadie les había explicado quién fue aquella mujer— Bien. Permitidme que os ilustre. Marjorie Benzal fue una mujer nacida del matrimonio de un estibador y una mujer inglesa con sangre noble. Su relación estaba completamente prohibida, sobre todo por la familia de ella, que pensaba que la muchacha era merecedora de un hombre con más… etiqueta que aquel vulgar estibador. Pero el deseo propio suele imponerse al ajeno, y la mujer y el estibador se fugaron a esta ciudad. Al poco tiempo de llegar, ella quedó embarazada. La pareja nunca había estado tan feliz. Él consiguió un trabajo y ella iba a unirse a la escuela local como profesora de inglés cuando hubiese acabado la gestación, pero una noche, hubo un terrible accidente en la casa y la mujer perdió al bebé. El matrimonio se recluyó en su hogar. No dejaban pasar a nadie y las pocas veces que salían de casa a por alimentos o ropa nueva, no intercambiaban más palabras de las necesarias con sus convecinos.

»Al cabo de un año la situación no mejoró, y la gente había empezado a pensar que definitivamente la entrañable pareja se había vuelto loca. Menuda sorpresa debieron llevarse cuando, al año siguiente, en vísperas de la muerte de su hijo no nato, la pareja reapareció en sociedad cargando con una entrañable niña de unos dos años: Marjorie. Según aquellos que la conocían, Marjorie era una mujer especial. No sólo por su piel, tan perfecta e impoluta que decían que tenía brillo propio, ni por su inteligencia, que era superior a la de cualquier persona que hubiese vivido antes en este lugar. Marjorie parecía emanar una energía especial, casi mística. La gente empezó a decir, medio en broma, pero con un deje de nerviosismo en la voz, que el cielo había sentido tanta lástima por la muerte del primogénito que les había entregado un ángel a modo de compensación. Marjorie creció a la vez que lo hacía la fascinación que sus vecinos sentían por ella. Era hermosa, benévola, magnánima, inteligente. Demasiado buena para este mundo. Marjorie encandiló al hijo del dueño de una de las imprentas más importantes del país y contrajo matrimonio. Ambos decidieron vivir en esta ciudad, y cuando las plagas y la guerra amenazaban la integridad del lugar donde había crecido, Marjorie y su marido echaron mano de su pequeña fortuna para ayudar. En 1854, construyó este hospital.

Silvia miró a Cris de soslayo. Su amiga estaba con la boca entreabierta y el ceño fruncido. Debió notar la mirada nerviosa de Silvia en su nuca, porque se giró al instante. Ambas amigas volvieron a hablar con la mirada. Una mirada que decía: “¿Cómo sabe la nueva todas estas cosas sobre el hospital? Y ¿Por qué habla como una institutriz del siglo XIX?”.

Cynthia prosiguió con su relato.

—Si antes de que se levantase el hospital la gente bromeaba con que Marjorie era una criatura semidivina, después de su apertura la broma se convirtió casi en una creencia. Se dice que la presencia de Marjorie apaciguaba el dolor en los convalecientes y traía lucidez a los dementes. Se dice que su mirada era como un bálsamo para toda criatura sufriente. Los rumores de sus poderes se extendieron rápido por todo el país, y la presencia de la hija de los Benzal se requería cada vez con más asiduidad en lugares cada vez más remotos. Esto no gustó a la gente de su ciudad, que veían a Marjorie como una especie de trofeo o propiedad que debían proteger de la corrupción del mundo exterior.

 »A su vuelta, le recriminaron su abandono y le acosaron durante días, echándole en cara los fallecimientos naturales que habían tenido lugar durante sus muchos viajes; entre ellos, los de sus propios padres. Incluso su marido, celoso de sus marchas e iracundo por los problemas que habían ido surgiendo en el hospital, se convirtió en alguien extraño para Marjorie. La tristeza y la culpabilidad iban haciendo mella en Marjorie. Su piel y su cabello perdían lustre, sus ojos dejaban de desprender esa alegría casi infantil que encandilaba a los enfermos. La ciudad había acabado con Marjorie. Su marido, siendo consciente del profundo daño que había infligido a la mujer que amaba, trató de reconciliarse con ella e insuflarle la vida que los comentarios maliciosos le habían robado. Pero ya era tarde. Marjorie caminaba por el mundo como si ya no formase parte de él. No parecía importarle lo más mínimo lo que le ocurriese a su alrededor. Mientras la gente gastaba esfuerzos en juzgar a la mujer que los había ayudado, ella también los estaba juzgando, y había llegado a una conclusión absoluta: la gente, sencillamente, no merecía la pena. Una tarde, cuando el sol caía y la luna había comenzado a coronar la noche, Marjorie puso rumbo al hospital. Se marchaba, pero antes quería ver el lugar que con tanto amor había levantado y a las pocas personas inocentes que dejaba atrás. Visitó a todos y cada uno de los enfermos del hospital, que al día siguiente sanaron de manera milagrosa. Después de darles su bendición, Marjorie entró en esta misma habitación, sola, y desapareció para siempre.

La última palabra se quedó suspendida en el aire. Como si la sala quisiera retenerla entre sus muros. Los muchachos guardaban silencio.

—¿Marjorie se quedó sin amigos? ¿Después de todo lo que hizo por la gente? —reflexionó Alex con una voz melosa—. Eso no está bien

—No, no. No todo el mundo le dio la espalda —aclaró Cynthia mientras se incorporaba sobre los codos. Tenía los párpados caídos y una sonrisa felina en el rostro—. Después de su desaparición hubo gente que venía aquí a presentar sus respetos a Marjorie. Algunos de ellos desaparecían como ella.

Cris miraba a los Cudepier. Pensó que Cynthia podía haberse inventado todo aquello. Una loca con una imaginación disparatada. Pero la verdad impregnaba cada frase que salía de sus bonitos labios rosados, y Cris lo sabía. Aquello le aterraba.

La muchacha dirigió su vista al suelo, donde sus manos reposaban. Torció el rostro en gesto extraño, mirando su mano derecha. Jurarían que antes sólo tenía cinco dedos: ni idea de cuándo había brotado el sexto.

Al cabo de unos instantes miró a sus compañeros. Bruno observaba las gradas extasiado, Valero bailaba al son de una música que sólo sus oídos escuchaban, Cynthia se rebozaba por el suelo como si estuviese envuelta en sábanas de seda y Alex estaba apoyado sobre la camilla oxidada, mirando el tragaluz con la boca abierta.

Cris se giró hacia Silvia, que no daba crédito de lo que veía.

—Creo que las setas funcionan.

 


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