Setas, setas, setas. Parte I

 




El sol era una esfera anaranjada medio velada por unas densas nubes grises. El viento soplaba y arrancaba susurros de las hojas de los árboles y quejidos de la madera reseca. Los cuatro estaban de pie, observando los restos de lo que fue en su día en Hospital Duquesa Marjorie. Una mole de hormigón gris que el tiempo había veteado con colores oscuros, de ventanas sin cristales tras las cuales se extendía una oscuridad casi inescrutable incluso a plena luz del día. Los chicos no sabían exactamente porqué, pero les daba la sensación de que el edificio los vigilaba, aguardando pacientemente a que cruzasen sus dinteles.

—Bueno, ¿van a venir o qué? —preguntó Bruno mientras sacaba un cigarro de la cajetilla y se lo llevaba a los labios.

—Sí. Ella me ha escrito al móvil hace sólo veinte minutos. Están de camino —repuso Silvia.

Alex, que se encontraba entre ambos, se giró para observar el camino de grava que surgía del bosque.

—Pues que se den prisa, sea lo que sea lo que nos tiene preparado esta loca —dijo señalando a Cris, que estaba sacando una foto al antiguo hospital—, seguro que es mejor hacerlo antes de que anochezca.

—¡Deja de quejarte, rubito! —repuso Cris mientras volvía con sus amigos, alisándose el pelo con una mano y sujetando su bolso amarillo con la otra—. Soy la única que ha propuesto un plan para hoy. ¿Queríais algo diferente e interesante? Pues perfecto, yo os lo puedo dar. Sólo tenéis que fiaros un poquito más de mí y de este bolso. Aunque para ser sincera, no sé si ha sido buena idea invitar a los…

En ese momento, se escuchó el sonido de la grava crujiendo, y de entre el follaje del bosque nublado, emergieron Cinthya y Valero Cudepier.

 Los Cudepier habían llegado a la ciudad hacía un par de meses, habían aparecido de la nada, como si alguien los hubiese invocado. El padre de Bruno, que era agente inmobiliario, había contado a su hijo que los hermanos se hospedaban en uno de los enormes chalets que se encontraban a las afueras. Debían ser muy pudientes, porque no llegó a ver al matrimonio Cudepier en ningún momento. Todas las gestiones las realizo un hombre que clamaba ser el mayordomo de los jóvenes. Obviamente, Bruno se había encargado de que todo el instituto supiese las extrañas circunstancias en las que llegaban los hermanos y, antes de que Cynthia y Valero cruzasen sus puertas, ya eran objeto de una nerviosa fascinación que normalmente suele estar reservada para estrellas del pop, actrices o asesinos en serie.

A pesar de que no eran especialmente elocuentes, los hermanos Cudepier parecían tener un aire de misterio bohemio que había encandilado al resto de estudiantes del instituto casi de inmediato. Eran como personajes salidos del cuadro de algún pintor al borde de la enajenación. Poseían una belleza peculiar, tenían la piel pálida y acendrada, sin una sola imperfección. Sus cabellos eran de un tono negro tan intenso, que extrañaba no ver alguna constelación reflejada en ellos cuando el viento los agitaba. Solían vestir con ropa elegante y de tonos oscuros; casi daban la sensación de pertenecer a alguna clase de realeza secreta. Y tanto la hermana como el hermano lucían unos ojos de un color azul que era casi blanco y que resaltaban los hermosos rasgos de sus rostros lechosos.

Cinthya iba por delante de su hermano, y al ver a los chicos dibujó una ligera sonrisa en sus labios rosados. Valero se limitó a levantar la cabeza y a alzar las cejas a modo de saludo.

—Pues vaya, al final habéis venido —dijo Bruno a modo de saludo, exhalando una bocanada de humo grisáceo.

—¿Te sorprende? —replicó Valero.

—No, es sólo que…, bueno, nunca hemos hablado mucho, y la gente suele rehuir el viejo Hospital.

—A nosotros nos parece el lugar más interesante que tiene esta ciudad. —Cinthya pronunció la frase mientras observaba el edificio ruinoso con ojos soñadores—. Los lugares abandonados nos gustan más que los nuevos. Los nuevos sueles ser bonitos, pero los abandonados tienen historia, una personalidad y una…, energía especial.

Cris miró a Silvia de soslayo, con una expresión que indicaba que sería mejor ponerse a buscar el tornillo que le faltaba a la señorita Cudepier antes de que anocheciese.

Con un musical “¿vamos?”, Cinthya echó a andar con paso ceremonial hacia el viejo hospital, seguida de cerca por su hermano.

Bruno, Cris, Alex y Silvia los siguieron tras un instante de duda. Que los Cudepier eran harina de otro costal estaba bastante claro, pero los chicos habían esperado que la imponente y fantasmal fachada del hospital provocase, al menos, un ligero escalofrío en sus espinas dorsales. No sólo no había conseguido aquello, sino que ambos avanzaban hacia la oscuridad de su interior con una tranquilidad pasmosa, casi desinteresada.

Los muchachos siguieron a los hermanos hasta la desvencijada entrada del hospital. Un letrero colgaba de una única cadena reconcomida por la herrumbre, y oscilaba al son del viento, dando al lugar un aspecto aún más tenebroso. El grupo entró en el edificio, sesgando la oscuridad con los haces de luz que sus móviles proyectaban. Silvia se quedó en la entrada, estaba como petrificada. La expresión de su rostro mostraba la indecisión y el miedo mezclándose entre sí.

Bruno se percató de su ausencia y se giró para llamarla, pero antes de que pudiese hacerlo, Valero lo rebasó y caminó hacia la chica.

—Vamos —apremió él—, este lugar está vacío, solo hay que mirar bien por donde pisas.

Silvia echó un último vistazo a la fachada grisácea, no muy convencida.

—No te preocupes, estamos todos juntos. —Valero dibujó una sonrisa cálida, sabia.

La chica le devolvió la sonrisa y se internó en el inmenso pabellón: la mezcolanza de miedo e indecisión se esfumó al instante.

Bruno los contempló extrañado. Silvia era bastante aprensiva, les había costado sangre y sudor conseguir que accediese a acompañarlos hasta el viejo hospital. Pensaba que iba a requerir alguna clase de chantaje emocional para que entrase dentro. ¿A caso estaba pillada por Valero? Con un encogimiento de hombros, tiró el cigarro al suelo y los siguió al interior de las ruinas.

El grupo subió por unas amplias escaleras desgastadas, que surgían en el vestíbulo y ascendían hasta el segundo piso para bifurcarse en las alas este y oeste. Cynthia iba la primera, subía las escaleras sin hacer ningún ruido, acariciando el pasamanos de madera podrida casi con cariño.

—¿Por qué la gente rehúye este lugar? —preguntó sin dejar de ascender.

—Bueno, creo que el hecho de estar abandonado y encontrarse en medio del bosque ya es razón suficiente para que de miedo —respondió Bruno—. Pero la verdad es que, aparte de eso, aquí han ocurrido unas cuantas cosas desafortunadas. Y, ya sabes, cuando eres pequeño cualquier cosa extraña puede convertirse en una leyenda urbana.

—Lo sé, pero aun así no explica por qué el ayuntamiento no ha decidido remodelar la estructura y convertirlo en algo nuevo. —Lo miró por encima del hombro con sus ojos rasgados, casi blancos—. Infraestructura desaprovechada —concluyó.

—¿A qué clase de cosas desafortunadas te refieres? —preguntó Valero.

—Ya sabes. Lo típico de los lugares encantados —intervino Cris, con voz fatigada—. Fantasmas, aquelarres de brujas, luces extrañas que se ven de noche… Pero también cosas reales. Como lo de Andrea, ¿os acordáis de ella? —Cris los miró, y los muchachos asintieron con cierto aire sombrío.

Cinthya hizo un alto en el camino. Tenía una de sus finas cejas encarnada en señal de incomprensión.

—Andrea Villar era una chica que hace dos años estaba en el último curso de instituto. Ella y su novio drogadicto desaparecieron en este hospital. Solían venir por aquí a colocarse, los dos juntitos. Muy entrañable todo. Los padres de Andrea le prohibían estar con ese chico. No sé si eran conscientes de que había enganchado a su hija al crack, pero no les gustaba lo más mínimo. Una noche, se encontraron el armario de Andrea vacío y salieron a buscarla con la policía. Encontraron el coche de su novio en la entrada del hospital, en la parte trasera. Estaba arrancado y el maletero estaba lleno de maletas, pero dentro no había nadie. Rastrearon el hospital, y nada de nada. Andrea y su novio toxicómano se habían esfumado. Nadie ha vuelto a saber nada de ella.

Se hizo un silencio. Los chicos pensaban en Andrea Villar. Hacía mucho tiempo que nadie hablaba de ella.

Como había dicho Cris, el Duquesa Marjorie era cuna de fábulas negras y leyendas urbanas. La gente cuchicheaba acerca de los horrores que habían encontrado cobijo en sus fríos muros desde que fue clausurado, pero eran eso; cuentos de viejos, habladurías sin fundamento. Lo de Andrea era diferente. La habían visto por los pasillos del instituto, habían hablado con ella y habían estado bebiendo a su lado. Y ya no estaba. El Duquesa Marjorie se la había tragado a ella y al desgraciado de su novio: su sombra se había vuelto más larga, y su leyenda había recobrado una fuerza perdida.

De repente, una sensación de peligro se extendió en el grupo, pero Valero y Cynthia parecían impermeables a aquel terror implícito. Ambos se miraron durante unos segundos. Sin mediar palabra, Cynthia continuó ascendiendo hacia el ala este seguida de su hermano. Era como si supiese adónde ir.

 Los muchachos echaron a andar tras ellos, escrutando con desconfianza las sombras que albergaban las esquinas del viejo hospital.

Alcanzaron el ala este. Un corredor sucio de paredes adoquinadas los recibió nada más llegar. Las partículas de polvo flotaban suspendidas en el aire. Visto desde fuera, el edificio era una imponente mole gris, pero cuando te hallabas dentro, sus dimensiones parecían multiplicarse. Fue Cris la que se adelantó a la comitiva, guiándoles a través del pasillo.

El resto siguió a la guía, que se aferraba a su bolso amarillo y sorteaba todo tipo de deshechos que estaban esparcidos por el suelo del corredor y semienterrados en montones de adoquines quebrados.

Se paró ante una puerta que en otro tiempo habría tenido un color verde pálido. La abrió y dejó que sus compañeros pasaran al interior.

La sala había sido en su momento un quirófano. Una camilla de metal comida por la podredumbre reposaba en medio de la estancia. Estaba rodeada por unas gradas a las cuales les faltaba los asientos. Una escalera atravesaba las gradas ascendiendo hasta una cristalera, opaca a causa del polvo y la mugre. Un par de carretillas sin ruedas estaban tiradas por el suelo de la habitación, olvidadas antaño. Los chicos apagaron la luz de los móviles, ya que un tragaluz medio roto les dotaba de una claridad mortecina que se derramaba directamente sobre la camilla herrumbrosa.

—Bueno, bueno, bueno. Creo que hemos tenido suficiente charla de niñas enamoradas y de yonquis que se desvanecen. Ahora, queridos, empieza la diversión.

Cris sacó un trapo sucio del bolsillo trasero de sus pantalones y lo desplegó sobre la camilla oxidada, después dejó su bolso amarillo encima y comenzó a rebuscar en su interior.

—¿Has traído cervezas? —Preguntó Alex.

—Por dios, rubio. ¿Por quién me tomas? —respondió ella mientras removía el contenido del bolso—. Si hubiese traído unas tristes cervezas las habríamos tomado en el parque sin más miramientos. Veréis, hace tres días mi abuela se fue de viaje a ese crucero por las islas griegas con sus amigas, y se dejó en la cocina un poco del souvenir que trajo de su viaje a Tailandia. —Del interior del bolso sacó una bolsa de plástico transparente con lo que, a primera vista, parecían unas trufas atrofiadas. Pero no eran trufas—. Setas, setas, setas.

Cris dibujó una sonrisa maliciosa en el rostro.

 


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