Señor Verde
El
Señor Verde llegó a su casa dos noches después de que falleciese su abuela. A
sus once años, Saúl ya sabía lo que significaba el término “herencia”, lo había
visto en algunos programas de la televisión e incluso había leído sobre ello en
alguno de los libros de terror que solía llevarse a escondidas de la biblioteca
del colegio, sólo que no se había imaginado que tuviese que preocuparse por él
tan pronto.
Su padre volvió a casa cerca de medianoche,
cuando las calles habían enmudecido y sólo se escuchaba el ocasional aletear
del ala de algún pájaro nocturno. El niño se asomó ligeramente al pasillo en
cuanto escuchó el sonido de la cerradura, y vio cómo su padre entraba en casa
con los hombros caídos y cara de agotamiento. Llevaba una bolsa de plástico
blanca en su mano derecha, y ésta pendía de un lado al otro con el vaivén de su
movimiento.
Su
padre dejó las llaves sobre la mesa de la entrada, se frotó los ojos y suspiró.
Después, como si dentro de su cabeza alguien hubiese gritado “¡acción!”, cambió
su compostura, se irguió en toda su estatura y volvió a ser de nuevo el hombre
fuerte y alegre que siempre había sido. Cuando comenzó a girar los talones para
dirigirse a las habitaciones, Saúl ya se había perdido en la penumbra de la
suya.
La
puerta sonó tres veces.
—Saúl,
hijo —dijo una voz grave y susurrante al otro lado—. ¿Estás despierto?
—Sí,
papá —contestó el niño, impregnando su voz de un cansancio fingido.
El
hombre abrió la puerta con cuidado, y entró en la habitación. Todavía portaba
la bolsa.
—He
vuelto de la reunión de…, lo de tu abuela. —Saúl se incorporó en la cama y lo
miró a los ojos—. Todo ha ido bien, quería que lo supieras. Y también que la
abuela ha querido dejarte algo para que la recuerdes.
Dejó
la bolsa de plástico sobre la cama, y de ella extrajo una caja de cartón no muy
grande, le cabía sin problemas en la palma de la mano.
—No
es gran cosa, pero creo que ella quería que dártelo porque sabe cuánto te
gustan todos esos libros de hechiceros y guerras medievales.
Saúl
tomó la caja y la abrió con cuidado. Dentro había un bulto envuelto por papel
de seda. Lo sacó y lo desenvolvió. Era una de las figuras de la colección de la
abuela: un gnomo. Tenía un ensortijado pelo marrón que le caía sobre la frente
y escondía unos enormes ojos amarillos. Su piel era de un color rosa grisáceo,
como una flor marchita, y lucía una sonrisa alegre con una fila de dientes
blancos como la nieve. Vestía un peto de color verde musgo, y tenía las manos
metidas dentro de los bolsillos en gesto desenfadado. Sus pies estaban
engalanados con unos zapatos negros bastante elegantes, que parecían desentonar
con el aire campestre de aquel duendecillo. Siempre había preferido los elfos o
los centauros, pero era lo que su abuela le había regalado, así que lo aceptó
de buen gusto.
—
¿Lo reconoces?
—No
—dijo el niño—. Sabía que la abuela tenía algunos gnomos en su colección. Ya
sabes, está ese del gorro azul y ese otro que está apoyado en una seta roja,
pero a este no lo había visto nunca.
Saúl
se extrañó. Cada vez que visitaba la casa de su abuela se pasaba las horas
mirando aquella colección de figuras que haría las delicias de cualquier
persona obsesionada con los libros: elfos, dragones, sirenas, ángeles, e
incluso algún que otro diablo. No faltaba de nada en su pequeño ejército de
porcelana.
—Bueno,
supongo que ésta la estaba guardando para alguna ocasión especial.
Su padre le revolvió el pelo y le dio un
afectuoso beso en la mejilla antes de dejar al gnomo en la mesilla de noche y
apagar la luz nocturna. Con un “buenas noches”, la puerta se volvió a cerrar.
El
niño se quedó un momento tumbado en la cama, observando el cielo moteado de
estrellas que se extendía al otro lado de la ventana. En verano, cuando estaban
en el pueblo, su abuela y él podían pasarse horas mirando el firmamento. Ella
le decía que sus padres y su hermano todavía la observaban desde ahí arriba. Lo
veían todo, y, algunas veces, cuando sus ojos se topaban con Marte, el planeta
rojo resplandecía un poco más, y así sabía que sus padres y su hermano la
saludaban desde el cielo.
Sabía que aquello era mentira, pero era un pensamiento
reconfortante.
Saúl
se levantó de nuevo a los pocos minutos con ojos vidriosos, pensar en su abuela
todavía dolía. Se propuso observan un poco más al gnomo para distraerse un poco.
En realidad, esperaba que ese segundo vistazo le proporcionase alguna pista
sobre por qué su abuela le había legado aquella figura en particular, aunque
probablemente hubiese sido una decisión aleatoria de una mujer senil en sus
últimos días. Encendió la luz y se encontró con el rostro sonriente del gnomo y
aquellos ojos amarillos e inertes que parecían estudiarlo.
Tomó
la figura entre sus manos y comenzó a observarlo desde diferentes ángulos. No,
no parecía haber nada especial en aquel hombrecillo verde. Entonces su dedo
notó algo ligeramente rugoso en uno de los zapatos del gnomo. Lo volteó y
descubrió que, pegada a la suela del zapato, había nota de papel que alguien
había atado con un hilo negro que se mimetizaba con el color del calzado. Saul
lo desató y desdobló el pequeño papel. Era una nota, escrita con una caligrafía
parecida a la de un niño pequeño, que rezaba así:
Buenos días,
tardes, noches.
El Señor Verde
soy, mensajes doy. Escribe una misiva a medianoche, y raudo y veloz lo
entregaré sin más reproche.
El
niño frunció el ceño mientras releía una y otra vez la nota. Era un mensaje un
tanto estúpido, incluso para él. Pero si su abuela lo había guardado durante
todos estos años para legárselo, ¿quién era él para poner en duda sus deseos?
Leyó
la nota una última vez y miró al gnomo. El Señor Verde soy, mensajes doy. Se le
ocurrió algo, pero era una tontería, aunque era una tontería que no le costaría
absolutamente nada.
Encendió
la luz de la mesilla, tomó un folio y un bolígrafo de uno de los cajones. Rompió
el papel para hacerse con un pequeño trozo, lo suficientemente grande como para
que cupiese en las manos del Señor Verde.
Hola abuela. Soy yo, Saúl, te echo de
menos. Papá está triste, lo sé, aunque intente esconderlo. Cuando te echo de
menos miro a las estrellas, como solíamos hacer. Espero que estés bien y que ya
no te duela el cuerpo allá donde estés.
Te quiero.
Metió
la nota del Señor Verde en uno de los cajones de su mesilla. Dobló la nota que
había escrito con un cuidado reverencial, la pegó a la suela del zapato derecho
del Señor Verde, y la ató con el hilo negro. Dejo al sonriente gnomo sobre la
mesilla, apagó la luz y, arropado por sus suaves sábanas y la acogedora
penumbra, se enterró bajo las sábanas de su cama.
El
sol inundó la habitación. Los ojos se Saúl se abrieron poco a poco, cegados por
el repentino brillo matutino. El muchacho se desperezó y bostezó. Se incorporó
en la cama y lo primero que vio fue al Señor Verde sobre la mesilla. Seguía
exactamente en la misma posición que la noche anterior. Algo llamó su atención.
Se levantó de la cama y avanzó lentamente hacia el duende. No era posible.
Su pelo
ensortijado estaba más sucio que el día anterior, y entre sus cabellos castaños
había restos de hojas y ramitas enmarañadas. Saúl lo tomó entre sus manos y
estudió la figurilla. Sus dedos tocaron la suela de los zapatos. La nota seguía
adherida ahí. Entonces, notó como se le hacía un nudo en la garganta. Él había
atado la nota que había escrito a su abuela en el zapato derecho. Pero ahora
había cambiado de sitio, era su zapato izquierdo el que lucía un casi
imperceptible hilo negro.
Lo
desató y desdobló la nota con manos temblorosas, sus ojos se empaparon en
lágrimas que mezclaban la alegría e incredulidad. Reconocía a la perfección esa
cuidada caligrafía.
Mi querido Saul.
Me alegra enormemente que hayas
confiado en nuestro amigo común para hacerme llegar esta nota. No sientas pena
por mí, estoy bien, estoy en paz. Los finales que tanto tememos a veces sólo
encierran nuevos y maravillosos comienzos. Y recuerda, cuando te sientas sólo,
todo lo que tienes que hacer el guiñarle un ojo a Marte.
Te quiere hoy y siempre: Tu abuela.

Me encanta la sencillez de la historia, y a la vez, los sentimientos tan complejos que describe. Sin duda un micro genial que llega al corazón del lector.
ResponderBorrarMe flipa cómo escribes, sigue así :3
Gracias Tessa!! :D
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