Relato ¿Dónde estoy?

 


¿Dónde estoy?

A pesar de que lo intento, no puedo recordar del todo lo que ocurrió. Fuerzo el motor de la mente para rescatar retazos, pistas, sensaciones; cualquier cosa que me sirva como punto de anclaje para reconstruir el puzle de mi memoria. Sólo puedo recordar lo siguiente: Conducía con mi coche por la carretera comarcal, de vuelta a casa. Estaba un poco borracho. La reunión de antiguos alumnos no había ido exactamente como yo pensaba. Llevaba más de quince años sin ver a la mayoría de mis compañeros de clase. Pensaba que el hecho de haberme convertido en un empresario de éxito serviría como salvavidas entre aquella marea de tiburones. Nunca me trataron bien en el colegio. Decir que se metían conmigo sería un eufemismo. Mis compañeros tenían un don especial para transformar cualquier mañana de instituto en una experiencia que rozaba lo bélico. Por la noche tenía pesadillas anticipando las clases del día siguiente, temiendo las risas, las burlas y los golpes. Hasta que un día, escondido bajo las sábanas de mi cama, me juré que no permitiría que el futuro se convirtiese en la eterna tortura que estaba siendo mi infancia. Me gradué con honores en la universidad y, mientras estaba sobreviviendo a mi último año académico, fundé mi empresa, que resultó ser un éxito rotundo e instantáneo.

Cuando organizaron la fiesta de antiguos alumnos fui el primero en confirmar asistencia. Quería demostrarles lo errados que habían estado al menospreciarme en la adolescencia. Pero la reunión no fue como yo esperaba. Cuando los vi, todos aquellos recuerdos afloraron de golpe, y de pronto, el maquiavélico hombre de negocios volvió a enfundarse el uniforme de colegial asustado. Salí de ahí lo más rápido que pude, haciendo rugir el motor de mi Porsche y subiendo el volumen de la música para acallar mis pensamientos.

Iba conduciendo por una carretera comarcal solitaria, enfrascado en aquellos recuerdos envenenados, cuando de la nada, surgió una luz cegadora, compuesta de cientos de tonalidades que mi ojo nunca había contemplado. Paré el coche en seco y las pastillas de freno se quejaron a modo de respuesta.

La luz levitaba frente a mi parabrisas, como una luciérnaga gigantesca. Aquel fulgor sobrenatural comenzó a ganar intensidad, acompañado de un sutil zumbido, cuya fuerza se intensificaba por momentos, hasta que se volvió ensordecedor. Por un momento me hallé en un estado de suma confusión. El brillo y el sonido alcanzaron tal magnitud que, por un instante, eran todo lo que había en el mundo.

Cerré los ojos con fuerza y me tapé los oídos, deseando despertarme de aquel sueño incomprensible; pero, en vez de despertar, me dormí.

Cuando volví a abrir los ojos, me encontré tumbado sobre un cómodo colchón cubierto por una manta que estaba hecha de algo parecido al terciopelo.

Me incorporé y estudié la habitación a mi alrededor. Parecía una de aquellas habitaciones perfectas que salían en los anuncios de quitamanchas. Las paredes eran de un tono azul intenso, y los muebles eran de madera negra. Nada de aquello me sonaba. En un primer momento pensé que debía haber sufrido un accidente en la carretera, que alguien me había rescatado y había cuidado de mí durante la noche.

Llevaba puesto el mismo traje que había usado para la reunión del instituto. Me pasé una mano por la cara y comprobé que seguía sin tener barba. Al menos no había estado inconsciente durante días.

La habitación en la que me hallaba estaba situada en la segunda planta de la casa, así que bajé a la planta baja para tratar de descubrir de quién era el hogar en el que me encontraba. 

La cocina era de un tono blanco acendrado, con paredes adoquinadas; tenía una pequeña mesa redonda, sobre la que descansaba un jarrón de zumo de naranja y un frutero repleto de manzanas, kiwis, peras y plátanos. Como me rugían las tripas, fui a coger una de aquellas relucientes manzanas rojas. Me la llevé a la boca y le pegué un mordisco. Para mi sorpresa, mis dientes no desprendieron trozo alguno de la fruta, y mi lengua fue invadida por un sabor tosco y artificial. Estudié la manzana de cerca, y me di cuenta de que estaba hecha de algo parecido al plástico. Tomé la jarra por el asa y la giré para verter su contenido en el friegaplatos. Nada. El zumo seguía en su interior, inmóvil como la gelatina.

Extrañado, dirigí mis pasos al salón.

El salón era un lugar acogedor. Había un estante lleno de tomos de libros de diversos colores, dos sillones marrones que se habían dispuesto frente a una chimenea que estaba encendida, y un sofá que se hallaba cerca de una mesa rectangular de madera.

—¿Hola? —dije en voz alta, pero nadie contestó.

Me acerqué al estante donde estaban los libros. Al principio no había reparado en ello, pero había una foto enmarcada en el último anaquel. Tomé la fotografía y, cuando la vi, un nudo de hierro se formó en mi estómago. La foto mostraba la imagen de una familia. Una mujer, un hombre y una niña pequeña. Los tres sonreían, pero eran sonrisas falsas, ensayadas. Como el gesto que uno tendría si estuviese a punto de ser fusilado, y su verdugo le pidiese que muriese con alegría.

Observé el fuego de la chimenea durante unos instantes. También ahí había algo que no encajaba. Me acerqué a la chimenea y me puse de cuclillas. No notaba calor. Tras dudar un instante, acerqué mi mano con cuidado a las llamas, pero seguía sin sentir calidez alguna. Metí la mano de lleno en el fuego, y las llamas lamieron mi palma. No me quemé.

Una gota de sudor frío descendió por mi frente. Todo aquello era raro. Muy raro.

Me asomé por la ventana, y descubrí que estaba en un idílico barrio de extrarradio. Desde mi posición podía ver una calle compuesta por una hilera de chalets con jardines, pintados de colores alegres. Parecía un radiante día primaveral, pero aun así no se veía un alma por las calles. Sólo dos bocas de incendio que se hallaban en aceras opuestas.

Entonces, la puerta de uno de los chalets de la calle de enfrente se abrió, y de su interior emergió una mujer con un vestido rojo. Tenía una sonrisa prendada en los labios, como la de la familia en la foto. Su pelo negro estaba recogido en un elegante moño y lucía una gran pamela blanca en la cabeza. En su mano derecha llevaba unas tijeras de podar, en la otra, una regadera de color verde. Cuando salió a la calle, se quedó un momento con los ojos cerrados, disfrutando de los cálidos rayos del sol. Después sacó un pequeño taburete de detrás de un matorral, dejó la regadera en el suelo y comenzó a podar el rosal que había cerca de la acera.

Confundido, salí de la casa por la puerta principal.

Cuando estuve en la calle, mi corazón estuvo a punto de estallar cuando miré a ambos lados. No había comercios, ni rotondas, ni parques, ni escuelas, ni oficinas: sólo aquella hilera de chalets multicolores, que se extendía hasta donde alcanzaba la vista.

Raro. Muy raro.

Casi renqueando de los nervios, me dirigí a la señora de rojo.

—Perdone —dije con voz trémula—. Perdone. Esto…, ¿podría decirme dónde estoy?

La mujer alzó el rostro sin dejar de sonreír.

—Oh. Buenos días caballero. Hace un día estupendo, ¿no le parece?

—Sí, claro. Estupendo. Pero ¿podría decirme qué es este lugar? Tuve un accidente con el coche hace… Bueno, no sé cuánto hace. Me he despertado aquí y…

La mujer se puso de pie con la velocidad de un resorte.

—Claro. Este barrio es increíble. Seguro que usted y su familia estarán encantados con los vecinos. Somos todos muy agradables. —Antes de que pudiese responder, la mujer me cogió por la muñeca y me arrastró al umbral de su puerta—. Como es usted nuevo no sabrá que preparo el mejor té de melocotón de todo el barrio. Pase, pase y pruébelo.

No opuse resistencia, porque todavía estaba intentando comprender por qué aquella mujer parecía estar interpretando un soliloquio. Mi nueva vecina abrió la puerta de su casa con un ligero puntapié y me metió en el interior. La casa era idéntica al chalet en el que me había despertado, solo que los patrones de colores estaban cambiados, pero todo era igual: la entrada, la cocina, el salón…

Cuando estuvimos dentro, la mujer me lanzó contra la mesa de la cocina, y su sonrisa se desvaneció con tal rapidez que no pude sino preguntarme si acaso me la había imaginado.

—Calla y escucha —me espetó con un tono de voz mucho más grave—. No tenemos mucho tiempo. Sé que lo que te ha ocurrido es confuso, pero tienes que aprender rápido o no durarás mucho por aquí.

—¿Aprender rápido? —repetí, confuso—. ¿Qué se supone que tengo que aprender? ¿Dónde estamos y dónde está el resto de la gente?

La mujer suspiró y se frotó las sienes con los dedos.

—Mira, sé que es difícil de creer, pero la verdad es que…

Se escuchó un zumbido proveniente de las escaleras. Acto seguido, la mujer cambió su semblante preocupado por aquella sonrisa ficticia que me provocaba escalofríos.

—¡… y aquí tiene mi famoso té de melocotón! No lo termine todo de una sentada o me quedaré sin él en un santiamén.

Mi vecina se acercó rápidamente a la nevera y extrajo una jarra de plástico blanco. Cogió un vaso de una de las estanterías, y me sirvió té en él.

Una pequeña mosca apareció zumbando por la puerta de la cocina.

Me sorprendí y me alegré al comprobar que de verdad era té de melocotón. Pero no alcanzaba a entender el cambio tan brusco de actitud en la mujer.

—Muchas gracias, muy rico. Pero, volviendo al asunto de antes…

La mujer abrió los ojos, que empezaron a rezumar terror. Sin borrar la sonrisa, se acercó a mí y me pisó con fuerza en el pie, haciéndome callar al instante.

La mosca empezó a revolotear alrededor de nuestras cabezas.

—Sí, como le decía, es un barrio muy bonito y acogedor. Todos somos aquí como una gran familia. Pero debería usted visitar la colina que hay tras esta calle. Dicen que las vistas desde ahí son…, sobrecogedoras.

Mi vecina me sirvió un último vaso de té. Mientras lo acababa, miré a la mosca invasora, que se había posado en la mesa. Estuve a punto de dejar caer el vaso cuando comprobé que aquel extraño insecto tenía un único ojo. Un ojo que se asemejaba sospechosamente al objetivo de una cámara fotográfica.

Al terminar la bebida, me despedí de mi vecina, que se ofreció a prepararme una cena de bienvenida. Tras agradecer la oferta, salí al patio trasero. En efecto, a un par de kilómetro de ahí, se alzaba una pequeña colina.

Dirigí mis pasos hacia allí, mientras repasaba en mi cabeza los acontecimientos que me habían llevado a aquel lugar; pero todo en aquel sitio era tan extraño que no podía dar con ninguna hipótesis creíble que explicase dónde me encontraba. Aunque todavía no sabía dónde estaba mi coche, lo cierto es que estaba sano y, al menos hasta nuevo aviso, cuerdo.

A medio camino de la colina se me cruzó por la mente una idea un tanto extraña pero no disparatada. Me agaché y pasé la mano por el césped verde que se extendía hacia el horizonte como un mar vegetal. En efecto, tal y como había sospechado: era césped artificial.

Cada vez más nervioso y sintiéndome como Jim Carrey, comencé a ascender por la ladera de la colina, esperando contemplar aquellas vistas que la mujer de rojo había definido como “sobrecogedoras”. Cuando estaba a punto de alcanzar la cima, escuché un zumbido familiar cerca de mi oído. Una de esas moscas ciclópeas se acercaba a gran velocidad, pero, al contrario que las moscas que había conocido hasta entonces, esta decidió quedarse a una distancia prudencial, suspendida en el aire con una sospechosa perfección.

Mientras hacía una nota mental para recordarme atrapar uno de aquellos bichos e inspeccionarlo más tarde, recorrí el último tramo de la colina, y cuando llegué a la cima, me encontré con la sobrecogedora e inefable majestuosidad de…, otro campo de césped falso.

Mis pulmones exhalaron desánimo. No había nada espectacular o revelador al otro lado de la colina. De hecho, no había nada más que una eterna planicie verde. No se veía nada en el horizonte. Nada.

Sin nada mejor que hacer, comencé a bajar por la otra cara de la colina, con la mosca a la zaga. Sin duda la mujer del vestido rojo estaba rematadamente loca. Seguía sin encontrar explicación sobre el lugar donde me encontraba, pero estaba decidido a buscar respuestas en mi casa o en alguna otra. Mi vecina y yo no podíamos ser los únicos habitantes en esa infinita hilera de casas. Encontraría a alguien más.

Iba enfrascado en mis pensamientos, bajando confiadamente por la falda de la colina, cuando me di de bruces contra la nada.

El golpe me pilló desprevenido y caí sobre el trasero, confuso y asustado. Un dolor seco me recorrió la cara y me llevé las manos a la nariz. Cuando las aparté, estaban manchadas de sangre.

Me levanté torpemente, sin saber qué había ocurrido.

Frente a mí, a poca distancia de mi rostro y flotando sobre el aire, había una mancha roja enturbiando el paisaje. Perplejo, me acerqué lentamente hacia ella, con la mano extendida. La toqué. Era mi sangre.

Seguí tocando la nada. Era plana, pero mis dedos notaban algo más. Era como si el paisaje estuviese hecho de piezas hexagonales. Aquello era una pared.

Recorrí unos tres o cuatro metros en línea recta, siguiendo aquel muro invisible. Entonces, se escuchó un chasquido que lo llenó todo, y salí despedido hacia atrás, convulsionándome.

Mientras luchaba contra los espasmos, vi a la odiosa mosca de un solo ojo volando por encima de mí, como si estuviese entretenida con el espectáculo. Los temblores acabaron por remitir y pude volver a ponerme en pie. Miré hacia el horizonte, esta vez con miedo.

En ese instante, vi como surgía en aquella pared invisible un punto negro, que se fue ensanchando hasta formar un hexágono. Luego apareció otro, después otro y otro más, hasta que toda la superficie se volvió translúcida.

Al otro lado de la pared, se alzaban unos seres que parecían sacados de una ensoñación lovecraftiana. La mayoría de ellos tenían una altura de unos ocho metros, pero había otros más pequeños, de unos cuatro. Tenían pies, pero no caminaban: levitaban. Sus largas manos terminaban en dedos curvos con uñas azuladas. La piel era de un color gris metálico, y sus rostros ovalados me observaban con cuatro ojos tan negros como el ópalo. Todos ellos iban vestidos con ropas de diseños extraños y telas mates. Tras ellos había unas paredes con los márgenes marcados por luces parecidas al neón. En ellas, se proyectaban sendos hologramas; hologramas que mostraban un primer plano de mi rostro confuso y ensangrentado. Bajo las imágenes, había unos rótulos que exhibían caracteres ininteligibles. Si por aquel entonces hubiese sabido hablar o leer ikarï, hubiese sabido que en ellos ponía:

 

Producto. 53499

Homo Sapiens

Procedencia: Sector 551728 – Planeta Tierra

Edad: 39 ciclos

Precio: 78.477 Dupians.

 

 

Me levanto por la mañana y pongo en el tocadiscos algo de Sinatra. Hoy hace una buena mañana. Como siempre.

Bajo a la cocina con uno de los insectos-cámara siguiendo mis pasos, y me sirvo en una taza de porcelana blanca algo parecido al café, esbozando mi mejor sonrisa.

Abro la puerta principal mientras degusto el “café” para disfrutar de la energía de los rayos de un sol que no me pertenece. Miro a la casa de Candance, mi vecina del vestido rojo. La voy a echar de menos. Hace una semana aproximadamente desde que una pareja de ikariaks la compraron. Seguro que ahora está iluminando la casa de esos engendros alienígenas con su macabra sonrisa. No me quejo, no se está tan mal solo. Pero es cierto que añoro la compañía.

Escucho un grito de confusión. Viene de dos casas más allá.

La puerta se abre y tras ella aparece un hombre moreno, vestido con un chándal deportivo. Parece estar en buena forma, seguro que pagan un pastizal por alguien como él. Me mira, y en sus ojos leo miedo y confusión.

Le saludo efusivamente mientras me acerco para darle la bienvenida al zoo.

 

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