Cuento: El Corcel de la Tempestad
El Corcel de la Tempestad
Seram abrió los ojos en mitad de la penumbra. Inhaló por la nariz para que sus pulmones recibiesen una vaharada de aire caliente. Miró a un lado y vio a su madre, todavía dormitando y con la frente perlada de sudor. Miró al otro, y vio a Janom, su hermano pequeño, que dormía con las extremidades separadas, tratando de combatir el calor.
El muchacho se incorporó mientras espantaba una mosca curiosa con la mano. Apartó el trozo de tela que hacía las veces de puerta principal y salió al abrasador calor de la mañana.
El pueblo de los Gendarianos había pasado toda su existencia moviéndose de un lado a otro, guiados por las señales de un Dios que, según empezaba a sospechar la gente, no les tenía en muy alta estima. En los últimos cinco años se habían instalado en tres territorios diferentes, y la historia siempre era la misma: su sacerdote se acercaba a un lago, un río o cualquier otro yacimiento de agua que tuviesen en las inmediaciones, recibía unas confusas y crípticas visiones de Enar, el Dios del agua que supuestamente los había amparado bajo su protección, y señalaba un punto distante en el mapa que siempre cargaba consigo. El pueblo volvía a ponerse en marcha, esperando que aquella vez fuese la definitiva. Llegaban a la tierra prometida, y la sequía seguía sus pasos. Era como si Enar quisiera verlos perecer de la manera más lenta y agónica posible. Solo se quedaban en un sitio el tiempo necesario para abastecerse, una vez quedaba claro que sólo encontrarían piedras y polvo en su nueva tierra, y volvían a ponerse en marcha.
Pero ya no habría más viajes, porque con cada nuevo éxodo, los Gendarianos dejaban tras de sí una ristra de tumbas. Huesos y dolor: ese era el legado que el orgulloso pueblo de Gendar estaba dejando a sus hijos. Ahora se habían instalado en el último páramo que Enar les había señalado: unas tierras fértiles que se hallaban en una de las orillas de la Lengua de Plata, el río con más cauce que había en todo su continente. Pero cuando llegaron, la Lengua de Plata se había secado, las plantas habían muerto, y la única sombra que se extendía sobre sus cabezas era la del hambre. Los Gendarianos -o los pocos que quedaban de ellos- no tenían otra oportunidad. O la vida volvía a fluir a través de la Lengua de Plata, o el destino de su pueblo habría quedado sellado.
Cuando Seram emergió de las penumbras de su choza, un campo de cultivo seco y diezmado lo recibió en la puerta de su casa. Observó las plantas, cuyos tallos estaban torcidos y sus colores desvaídos por la inclemente fuerza del sol. Suspiró. Sus esperanzas de una vida mejor se estaban marchitando ante sus ojos día tras día, y los esfuerzos y plegarias del sacerdote parecían caer en saco roto, porque desde que se habían asentado en aquel lugar maldito, no habían divisado ni una triste nube que anunciase la remota posibilidad de una lluvia que calmase su sed y colorease un poco su futuro más inmediato.
Aquella misma mañana, el sacerdote de Gendar los llamó a reunirse a las orillas del río muerto. El hombre tenía la mirada perdida, y el hambre y el calor lo habían reducido a la sombra del líder que solía ser años atrás. Con un ligero rubor en las mejillas, confesó que había gastado la mitad de las reservas de agua en hablar una última vez con su señor Enar. La noticia fue recibida con abucheos. No tenían agua para saciar la sed, y gastar la poca que les quedaba en entablar conversación con un Dios que los conducía a la muerte no les parecía una idea razonable. Tras calmar los ánimos, el sacerdote les dijo que Enar había señalado una última posición. Un último destino. El sacerdote levantó un dedo arrugado y señaló la cima de la enorme montaña que se erguía tras su pueblo.
El Dios de los mares requería la presencia de los Gendarianos en la cima del monte, donde les sería revelado su destino último. El pueblo prorrumpió en gritos, quejas y sollozos. A pesar de que casi carecían de animales de tiro, emprender un peregrinaje a la cima de la montaña significaría perderlos a todos, por no mencionar las vidas humanas que no aguantarían el arduo ascenso hasta la cresta.
El pueblo de Gendar se veía derrotado. No les quedaban fuerzas ni víveres para viajar, y su fe había menguado a la vez que lo hacían sus reservas de agua. Pero Seram todavía creía en Enar. Todavía creía que la voluntad de los Dioses y su sabiduría trascendían la de los mortales. De modo que, armándose de valor y valiéndose de su fe, se ofreció voluntario para ascender a la cima de la montaña.
Mientras el pueblo aplaudía su decisión y valentía, su madre y Jerom trataban de contener las lágrimas.
Esa misma tarde, tras hacerse con unas pocas provisiones para soportar el ascenso, Seram partió a pie rumbo a la falda de la montaña. Su hermano lo acompañó hasta los límites del pueblo, para despedirle después con un efusivo abrazo. Mientras veía a su hijo convertirse en un diminuto punto en el horizonte, la madre de Seram rezó a Enar, pidiéndole que, fuera cual fuese el destino de su hijo, fuese lo menos tortuoso posible. Le consolaba pensar que, si Seram moría en la montaña, no estarían separados durante mucho tiempo, ya que las esperanzas del pueblo de Gendar morirían con él.
Tras medio día de viaje, Seram llegó a la falda de la montaña. Alzó la vista y contempló al coloso de piedra, cuya cima parecía arañar la superficie del cielo. Apretando la mandíbula con fuerza y sintiendo la determinación circular por sus venas como un río de lava, emprendió el temido ascenso.
Empezó a subir por una suerte de sendero que parecía rodear la montaña. Tenía hambre y sed, pero no contaba con nada más que un trozo de cecina tan duro como la roca, dos manzanas arrugadas, y una bota rellena con el agua suficiente para alimentar a una brizna de hierba. Pensando en que necesitaría fuerzas más adelante, se guardó las provisiones.
Al doblar una curva del sendero se encontró a un hombre harapiento apoyado contra una enorme roca.
—Buenos días —saludó Seram.
El anciano miró alrededor, como desorientado, hasta que sus ojos opacos encontraron la figura del chico.
—Ah, buenos días joven. —El hombre tenía cara de dolor, y se frotaba los pies— No esperaba encontrar a nadie más por aquí, esta montaña está alejada de toda civilización conocida. ¿Qué es lo que busca un niño en estas cumbres?
—He venido a hablar con Enar. Necesito que me proporcione guía para salvar a mi pueblo.
—Si vas a subir ahí arriba —dijo, señalando la cima con un dedo tembloroso— vas a necesitar fuerzas, muchacho. Es un ascenso duro, incluso para alguien de tu edad. Eso te lo puedo asegurar.
Se destapó los pies, dejando a la vista numerosas yagas y heridas. Cada vez que plantaba un pie, dejaba en la tierra una huella carmesí.
—¿Qué es lo que le ha traído aquí? —preguntó Seram con curiosidad.
—Oh, hace unos cinco años mi mujer pereció en esta montaña. Tuve que enterrarla en una gruta que hay más arriba. Cada año vengo a dejarla flores… Aunque me cueste sangre y sudor. Le hice una promesa, ¿sabes? Un hombre no es nada si no puede cumplir sus promesas.
El viejo le dijo que ya había dejado flores frescas en la tumba de su amada, y que ahora tenía que hacer frente a un viaje de más de cincuenta millas para volver a su casa.
Conmovido por la fuerza del anciano, y apiadándose del estado de sus maltrechos pies, Seram se descalzó y le ofreció sus sandalias. Compartió con él las dos manzanas que tenía y el trozo de cecina. Tras engullir con avidez los alimentos que el muchacho le ofrecía, el anciano desapareció por el sendero, sin dejar de darle las gracias y elogiando su infinita bondad.
Descalzo, y sediento, Seram continuó su camino.
Tras unas pesarosas horas, se encontró a mitad de altura de la montaña. Se paró un momento para admirar desde su posición el pequeño hacinamiento de casas blancas que era el pueblo de Gendar. Entonces, se sorprendió al escuchar el sonido de unos cascos descender por el camino. Al cabo de unos instantes, aparecieron unos lustrosos caballos blancos que tiraban de un carruaje. Al verlo, el cochero ordenó a las bestias que frenasen, levantando una densa nube de humo. El hombre se apeó del carruaje y abrió una de las puertas mientras hacía una reverencia. Del carruaje salió un señor orondo, vestido con ropas lujosas de vivos colores.
—¿Hemos llegado ya, Brenon…? —El hombre tapaba el sol con la mano mientras miraba en lontananza, hasta que dio con Seram— ¡Vaya, qué sorpresa, un muchacho caminando en medio de la nada! Decidme, ¿quién sois?
—Me llamo Seram, soy del pueblo de Gendar.
—Mira, Brenon, un Gendariano. Pensaba que estaban todos muertos. Parece que esta montaña guarda más de una sorpresa… ¿Qué os trae por estos lares, joven?
Seram relató al hombre y a su cochero las circunstancias que lo obligaban a marchar a la cima.
—Vaya…, una desgracia sin duda —dijo el hombre mientras negaba con la cabeza—. Parece ser que todos buscamos algo en este inhóspito lugar. Yo, por ejemplo, he venido para hacerme con el material más exquisito de toda la tierra: el oro blanco. Veréis, soy el príncipe Rodelf del reino de Vaira. Estoy a punto de hacerme con el trono de mi reino. Quiero que mi cabeza luzca la corona más maravillosa que jamás se haya visto. Las coronas de oro son ostentosas y elegantes, pero también están muy vistas. Si quiero que la mía sea objeto de odas y poemas, debe ser especial. Diferente. Los eruditos de mi reino me hicieron saber que esta montaña es la única que alberga oro blanco. De modo que aquí estoy, buscando, aunque sea, una mísera pepita para hacer mi corona.
Después de hablar, se quedó parado contemplando a Seram, y atusándose su bigote, pensativo.
—Parecéis un muchacho afortunado. —Seram tuvo que hacer un esfuerzo para no reírse delante del príncipe. Si su vista era tan certera como sus suposiciones, no había duda de por qué no había encontrado oro alguno—. Os propongo un trato simpático plebeyo. Si encontráis oro blanco en vuestra peregrinación, volved a la falda de la montaña, donde levantaremos un campamento. Si me dais la pepita, os prometo que mandaré construir un castillo para vos, y seréis proclamado noble en el gran reino de Vaira.
Seram agradeció la oferta y, antes de que volviese a subirse en su carruaje, le preguntó si disponía de agua o alimento para proporcionarle.
El príncipe Rodelf rió.
—Oh, querido. Si os diese parte de mi comida nunca aprenderías el valor de conseguir un sustento por vuestra propia mano. Creedme, os estoy haciendo un favor. ¡Y recordad volver a mí si hayáis el oro!
Antes de que Serem pudiese objetar algo, el carruaje ya se perdía camino abajo, rumbo a la falda de la montaña.
El chico continuó subiendo, sorteando rocas y grietas en suelo y esquivando grava que caía desde las alturas. Por un instante, se arrepintió de haber dado sus sandalias al viejo que se encontró en el camino, pensando en las heridas que se habría ahorrado si tuviese aún su calzado. Entonces, dio un mal paso y tropezó con una piedra saliente del camino. Cayó de bruces y se despellejó las rodillas. Enfadado, se sentó con el estúpido deseo de patear la roca, pero no lo hizo. La piedra con la que había tropezado refulgía en el suelo con orgullo, desprendiendo un brillo níveo. Era el oro blanco.
Estuvo escarbando un tiempo en la tierra hasta que consiguió desprender el oro. Cuando lo tuvo entre sus manos, se quedó unos instantes admirando su color, pensando en la recompensa que el príncipe le daría. No podría salvar a su pueblo, pero podría salvar a su familia.
Escuchó unos sollozos más arriba, sobre su cabeza. Al cabo de unos instantes, apareció en el sendero una mujer. Debería tener la edad de su madre, y lloraba mientras apretaba contra su pecho unas prendas sucias.
—¿Qué le ocurre, señora? —preguntó Seram, afligido por el llanto.
La mujer secó las lágrimas de su cara, y le respondió con voz rota:
—He venido a enterrar al menor de mis hijos. Vivimos en una granja no muy lejos de aquí. —Señaló la otra cara de la montaña—. Pero desde que la Lengua de Plata se secó, las cosas no han marchado bien por estas tierras. Es como si la naturaleza nos repudiase. Quería coger al resto de mis hijos y marcharme de aquí, a otro lugar donde podamos sobrevivir; pero no tengo dinero, no tengo ganado que vender ni alimentos para soportar un viaje. No tengo nada, y mis hijos pagarán con la vida la estupidez de su maldita madre.
La mujer se derrumbó a los pies de Seram y comenzó a llorar amargamente.
El chico se llevó la mano al cinturón, donde había asegurado la roca.
Mientras la tocaba, sopesó sus opciones: por un lado, el oro era su pasaje a una vida mejor. No podría pedir víveres y agua para su pueblo, ya que el reino de Vaira se hallaba lejos y las provisiones no llegarían a tiempo. Sólo podía darle la roca al príncipe y rogarle que llevase a Jerom y a su madre con ellos. Vivirían, pero Seram sabía que su madre no soportaría una vida de lujos si estaba pagada con las almas de los Gendarianos. Sin la posibilidad de canjear el oro inmediatamente por agua, le quedaba otra opción; entregar el oro a aquella mujer, esperando que sirviese para que ella y su familia gozasen de la vida sencilla que se le había negado a él. También podía quedarse la pepita, y encontrar a otra persona que le ofreciese más riquezas que el príncipe Redolf, pero ¿de qué le servirían las riquezas si todo su pueblo moría de sed?
Tras un instante, tomó la decisión.
Sacó la roca de oro del cinturón, y se la tendió a la mujer. Al verla, sus ojos cansados se iluminaron y una sonrisa honesta se apoderó de sus labios agrietados. Seram la hizo prometer que las cosas que comprase aquel oro servirían para alimentar a su familia, y que ayudaría también a otros que estuviesen en su posición. Alabando la divina gratitud de Seram, la mujer descendió el camino de la montaña casi corriendo, deseosa de volver con sus hijos.
Las piernas le fallaban. Los pies le sangraban, su boca parecía estar llena de cenizas y el sudor le empapaba los ropajes. Aun con todo, Seram continuó su camino, viendo por encima de él la ansiada cima.
Estaba trepando el último trecho cuando escuchó el inconfundible sonido de decenas de aleteos por encima de su cabeza.
Una decena de halcones planeaban en círculo cerca de la cima, de vez en cuando, uno de ellos bajaba en picado para volver a ascender después. Seram podía escuchar un lastimero quejido que provenía de entre las rocas.
Subió la pared de roca tramo a tramo, mientras los gañidos de los halcones retumbaban en sus oídos.
Cuando estaba a punto de alcanzar el saliente del cual provenían los quejidos, una de aquellas aves se lanzó en picado y le rasgó la espalda con sus garras curvas. Seram lanzó un aullido de dolor, pero viéndose tan cerca de la cima se resistió a darse por vencido.
Los quejidos resultaron provenir de un pequeño cabrito, que estaba tumbado en el suelo tras unas rocas. Tenía una pata trasera rota. El hueso sobresalía de la piel como una espina y había un charco de sangre alrededor del animal.
Seram estaba demasiado cansado como para subir con él. Además, las aves lo verían y se lanzarían a por los dos. Tampoco creía que dejarlo ahí desamparado estuviese bien: los halcones no serían rápidos matándolo.
Se sentó durante unos instantes a meditar la decisión. Al final, con pesar en el alma, se arrodilló para coger una piedra afilada que había cerca del cabrito. Se acercó al desdichado animal y, mientras lo acariciaba y le susurraba palabras tranquilizadoras, le cortó el cuello con un movimiento limpio.
Los quejidos cesaron al instante y, como si acabasen de comprender lo sucedido, los halcones se dispersaron alrededor del cielo.
Cansado, triste y dolorido, Seram escaló el último tramo hasta la cima.
Cuando llegó, el sol estaba ocultándose tras las montañas. El cielo adquiría tonos anaranjados y morados. Era como si la tierra quisiese exhibir sus mejores galas para finalizar aquel frenético día.
—Has llegado. Sabía que lo lograrías —dijo una voz tras él.
Cuando se volvió, vio a un hombre anciano. Incluso cuando era evidente que aquel hombre estaba llamando a las puertas de la muerte, Seram pensó que era el ser más extraordinario que vería en toda su vida.
Sus ojos eran del color del océano profundo. Su inmensa barba era como la espuma de las olas bravas que rompen en la orilla. Su pelo, cientos de algas que flotaban tras él, como si nunca hubieran abandonado el mar. Era Enar, el Señor del Océano.
Seram se arrodilló ante su dios. Con un hilo de voz, dijo:
—Oh, gran Enar. Los Gendarianos hemos seguido tus designios. Hemos caminado la ruta que nos has marcado en pos de un lugar al que llamar hogar. Pero sólo hemos encontrado miseria y muerte. ¿Por qué nos has abandonado?
Enar pareció entristecerse.
—Escucha, Seram de Gendar. Soy consciente del daño que mis órdenes han causado a tu pueblo. Créeme cuando te digo que, si hubiese conocido otra forma de haceros llegar hasta aquí, la hubiese elegido primero. Pero no había más medios, y no había tiempo. Me muero, Seram de Gendar. Y este es el único lugar donde podréis sobrevivir sin mi protección.
Seram se derrumbó ante la noticia de la inminente muerte de Enar, pero el dios lo consoló, diciéndole que incluso los seres divinos tienen un tiempo limitado en el mundo de los hombres.
—Pero no sufras, joven. Has ascendido hasta la cima. Has superado mis pruebas.
—¿Pruebas? —repitió Seram, confuso.
—Sí. No puedo abandonar a mi pueblo predilecto sin alguien que sea capaz de afrontar los desafíos que este nuevo mundo traerá consigo. Primero demostraste tu bondad, desprendiéndote de aquello que tenías porque otra persona lo necesitaba más que tú. Luego, te mostraste magnánimo: renunciaste al beneficio personal en detrimento del bien de aquellos a los que la vida ha desfavorecido. Por último, demostraste tener el coraje necesario para tomar la decisión más difícil, ahorrando el sufrimiento de otro ser, incluso cuando significaba ponerte en peligro. Todas estas, Seram, son las cualidades que debe tener un buen rey. Yo marcho hoy, pero dejo al pueblo de Gendar en las mejores manos.
Seram no sabía qué decir, estaba enmudecido por la sorpresa. Por un instante estuvo a punto de olvidar el objetivo que lo había llevado allí.
—Gran Enar, nuestro pueblo se muere. Apenas tenemos comida, y no nos queda agua. Por favor, obra un último milagro, y haz que se sacie nuestra sed, y que los campos vuelvan a ser fértiles.
Enar esbozó una sonrisa tan fresca como la bruma marina.
—Ya no me queda poder para insuflar vida a estas tierras. Pero por eso os he traído aquí. Él hará aquello que yo ya no puedo.
Enar se apartó. Tras él, ascendiendo por la cima, se hallaba un corcel. Era el caballo más grande y hermoso que Seram había visto. Su pelaje era gris oscuro, como las nubes de tormenta, sus cascos relucientes como el acero, y su crin era de un color azulado brillante; hecha de los rayos más puros.
—Este es Volteus, mi montura. El que Trae la Tormenta. Móntalo, Seram. Móntalo y vuelve con tu pueblo. Gobierna y trae prosperidad a estas tierras. Los hados están contigo.
Dicho esto, Enar se disolvió en una inmensa nube de vapor, que ascendió hasta perderse en el arrebol del crepúsculo.
Seram montó sobre Volteus, y ambos descendieron el camino de la montaña.
Jerom estaba jugando con una rama seca fuera de su choza. Estaba a punto de meterse dentro para ayudar a su madre con sus tareas cuando empezó a escuchar unos enormes restallidos en la distancia.
En el horizonte, allá donde se perdía el cauce seco de la Lengua de Plata, se veían densas nubes oscuras que avanzaban con velocidad hacia el pueblo. Parecían bandadas de cuervos negros.
La gente del pueblo salió de sus chozas, y comenzaron a brincar y a danzar de alegría cuando vieron las nubes acercarse. Entonces, ocurrió algo que se narraría en las leyendas del pueblo de Gendar en generaciones venideras.
Seram apareció galopando por el cauce de la Lengua de Plata, iba montado a lomos de un caballo gris de crin resplandeciente. Cuando los cascos del caballo tocaban el suelo, iban acompañados del estruendo del trueno. Tras ellos, una colosal ola barría la superficie seca del río, y volvía a traer la vida con ella. Las nubes comenzaron a descargar su llanto sobre los cultivos secos. La gente de Gendar bailó y bailó durante toda la noche. Estaban salvados.
Al cabo de un par de días, la mujer a la que Seram había dado la roca de oro blanco apareció con sus hijos y tres carros tirados por bueyes, llenos a rebosar de todo tipo de alimentos. Ese mismo día, coronaron a Seram como Rey de Gendar, y reinó muchos años con la fiel compañía de Volteus.
Cuando Seram murió, Gendar era un reino próspero y feliz, y hacía generaciones que no habían empleado la palabra “escasez”. Tras el entierro del monarca, Volteus marchó hacia el horizonte, llevándose consigo la tormenta.
Todavía hoy en día se recuerda la leyenda de Seram. Los Gendarianos saben que, si alguna vez lo necesitan, Volteus volverá a galopar hacia su reino, precediendo a la tempestad.
Comentarios
Publicar un comentario