Cuento: Marie Bronne
Marie Bronne
A veces guardamos secretos encerrados
bajo llave en nuestro corazón. Historias que atesoramos con codicia, que sólo
nos atrevemos a narrar cuando nos hallamos en soledad y las sombras del día han
sido relegadas al abismo de la noche. Yo he guardado esta desde que era un
crío. Si lo hice por miedo o por egoísmo, lo desconozco, pero creo que es justo
que el hombre rinda pleitesía a los poderes divinos que le han permitido morar
en la tierra. Creo que es justo que la gente sepa que una vez, no hace mucho
tiempo, la magia existió, y que al igual que la naturaleza que nos rodea y nos
acuna, podía ser maravillosa y aterradora al mismo tiempo.
Escuchad con atención, pues la
historia que estoy a punto de narrar es a la vez un testimonio y una
advertencia. Esta es la historia de mi encuentro con la magia. De la vez en que
conocí a la mujer más magnífica que haya pisado nunca estas tierras. Su nombre
era Marie Bronne.
Todavía hoy, cuando cierro los ojos,
puedo ver la aldea de Valleplata tal y como era en mi niñez. Un pueblo pequeño
pero orgulloso, que se alzaba con gallardía en medio de un inmenso valle,
rodeado por un frondoso bosque y un eterno mar de colinas verdes. Valleplata no
era un lugar muy importante para el reino. Antaño, se habían extraído de estas
tierras cantidades ingentes de plata, que dieron el nombre al pueblo y proporcionaron
a sus gentes ciertas riquezas. Pero ese tiempo ya había quedado atrás. Ahora,
todo el patrimonio de Valleplata estaba constituido por las bondades que
ofrecía la tierra. Cuando yo era un crío, todo lo que teníamos eran campos de
cultivo, granjas, molinos, y una única herrería que solo servía para ajustar
las herraduras de los caballos de los viajeros que hacían un alto en el camino
en nuestro pueblo. A pesar de que teníamos poco, nos sentíamos afortunados,
porque la naturaleza era benévola con nosotros y nos proporcionaba aquello que
necesitábamos para vivir. La gente de mi aldea trabajaba duro, pero éramos
felices. No habíamos conocido la escasez ni el conflicto, y a pesar de que no
contábamos con los lujos de la capital, podíamos dormir tranquilos por las
noches con las puertas abiertas de par en par. Pero, cuando yo contaba con diez
años, el invierno se cernió sobre Valleplata de manera despiadada.
Primero llegaron las heladas: el
suelo fértil sobre el que cultivábamos se volvió duro como la piedra, las
plantas comenzaron a adquirir los colores oscuros que preceden a la muerte, y
el agua del río que movía los molinos se congeló, y con ella también lo
hicieron los rodeznos, que quedaron inutilizados. Poco tiempo después, llegó la
enfermedad, que comenzó a llamar a las puertas de mis vecinos para llevarse a
muchos de ellos a las Tierras Inexploradas. Al cabo de un par de semanas, Valleplata
se había vuelto un lugar irreconocible. Salía a la calle, y ya no había niños;
sólo me encontraba con animales carroñeros famélicos, que habían salido del
bosque envalentonados por la ausencia de gente. Cuando caminaba por las calles
para llevar trapos o algo de comida a aquellos que estaban más impedidos, mis
sentidos se veían obnubilados por el cansancio, el frío y el hedor a muerte que
se había instalado en cada una de las esquinas de mi amado hogar. Pasaron las
semanas y los médicos de los pueblos circundantes no llegaban, quizá tuviesen
miedo de portar la enfermedad con ellos cuando volviesen a sus hogares, quizá
la gente de Valleplata no importaba para el resto del reino. No lo sé. Lo único
que sé es que, a mi corta edad y tras enfermar mi madre, hice las paces con el
sino y me hice a la idea de que moriría tarde o temprano, sabiendo que nunca
volvería contemplar una primavera.
Era una tarde gris. El cielo estaba
encapotado por una interminable manta de nubes oscuras y el silencio, roto de
cuando en cuando por el quejido de algún animal moribundo, se había adueñado de
la aldea. A pesar del frío, había salido de mi casa para no escuchar la tos
seca y áspera de mi madre, que aún se abría paso al exterior a través de la
ventana de su cuarto. En ese momento me había resignado a esperar pacientemente
la visita de la muerte. Ya nada parecía tener importancia. Estábamos librando
una guerra contra un enemigo incansable, al que no podíamos herir. Estaba
trazando garabatos sin sentido con un palo en el frío suelo invernal, con la
mirada perdida en lontananza. La linde del bosque que rodeaba Valleplata se
había convertido en las últimas semanas en un cementerio improvisado: decenas
de cruces hechas de madera podrida se disponían en una hilera que cada día
ganaba longitud. Recuerdo perfectamente ese momento porque nunca había sentido
ese…, vacío. Esa terrible sensación de que la muerte me había encontrado en
vida. Nunca había experimentado la certeza de que el mundo en el que vivimos y
la seguridad que tanto atesoramos no es más que una quimera, una visión, y que
puede esfumarse con vertiginosa rapidez. Me encontraba sumido en estos oscuros
pensamientos, cuando escuché una canción. Era una melodía entonada por una voz
dulce que provenía de entre la maleza del bosque. Una mujer bajita, rechoncha y
ataviada con un vestido rosado apareció en la linde, emergiendo de entre la
maleza como una ensoñación. Tenía un rostro alegre y agradable, y parecía no
sentir el frío que a mí me estaba apuñalando los pulmones con cada bocanada.
Caminó con gracia entre las cruces de madera, me miró, y se dirigió hacia donde
yo estaba. Tras ella, un puñado de mariposas pardas revoloteaban alegremente.
Era como si aquella mujer fuese una flor, y la primavera siguiese sus pasos.
—¿Qué hace un muchacho como tú aquí
tan solo? —me preguntó con alegría, tras arrodillarse para quedar a mi altura.
Olía a lavanda y a jazmín
Yo la miré con la misma expresión que
tendría si estuviese viendo un dragón. Por aquel entonces todo mi mundo se
limitaba a Valleplata, y me parecía increíble que hubiese alguien sobre la faz
de la tierra que no estuviese muriendo lentamente aquel invierno.
—Estoy…, pasando el rato —respondí—.
Ya no hay nadie con quién jugar. Todos están enfermos, y los que no, ya han
muerto.
La mujer me observó con unos ojos
cargados de piedad.
—¿Y tu madre, pequeño?
Señalé la puerta de mi casa por
respuesta. En ese momento, se escuchó otro terrible acceso de tos que
confirmaba a la mujer todo lo que le había dicho.
—Oh, vaya. Entiendo. Había venido a
este lugar con la esperanza de que alguien me pudiese vender un par de ovejas.
El bosque es precioso, pero es un lugar solitario, y además la lana me vendría
bien. Aunque ya veo que el invierno no ha tenido misericordia con este pueblo…
La mujer miro en derredor suspirando.
Estuve a punto de decirle que las ovejas habían sido las primeras en ser
sacrificadas para darnos alimento, pero me faltaban las fuerzas y aquello era
algo que ya averiguaría por sí misma.
—Esto no está bien. No señor, no lo
está… —Se arremangó el vestido, como si se dispusiese a ordeñar una vaca, y me
dijo—. Bien querido. Creo que el bosque me ha traído a este lugar por una
razón. Veamos si hay algo que Marie pueda hacer para ayudar a esta pobre gente.
Se dirigió con decisión a la puerta
de mi casa y la abrió sin pedir permiso. Yo la seguí. Una de sus mariposas se
posó en el hombro y, al instante, sentí una inexplicable sensación de calidez y
tranquilidad. Cuando llegué al pequeño cuarto de mi madre, la anciana ya estaba
inclinada sobre ella, con la palma de su mano derecha reposando sobre la frente
sudada de la enferma. Las mariposas se habían posado en la espada de su señora,
plegando sus alas, dándoles aspecto de espinas color caoba. Después, aquella
desconocida la miró con compasión y le acarició la mejilla. Mi madre abrió los
ojos y esbozó una débil sonrisa.
La anciana se incorporó y dijo:
—Muy bien hermanas. Ya sabéis que
hacer.
Abrió los brazos en un gesto amplio.
Una de las mariposas que la acompañaban alzó el vuelo y comenzó a revolotear
por la habitación. Se posó en los senos de mi madre, y comenzó a batir las alas
elegantemente. Entonces, el color de sus alas comenzó a tornarse más y más
claro, hasta que se volvieron casi transparentes.
—Buenas noticias chico —dijo la
anciana con orgullo—, no perderás a tu madre este invierno.
Fue magia. Tenía que ser magia.
Cuando la mariposa, ahora con alas transparentes como las gotas del rocío,
volvió a alzar el vuelo para reunirse con sus hermanas en la grupa de la
anciana, mi madre se levantó también de su cama. No había pitidos en su
respiración. El rubor había vuelto a sus mejillas, desvaneciéndose la palidez
cadavérica de los últimos días.
Mi pobre madre se levantó sin poder
contener las lágrimas. Se arrodilló delante de la mujer y la besó las manos.
—¿Cómo os llamáis? ¿A quién debemos este
milagro?
—Mi nombre es Marie Bronne.
Esa misma tarde, Marie Bronne visitó
todas las casas de Valleplata siguiendo el mismo procedimiento. Se acercaba a
uno de los enfermos, una de sus mariposas volaba hacia él y se posaba en su
pecho. Si las alas se volvían transparentes, el enfermo sanaba casi al instante,
pero, si las alas se volvían negras como el carbón, significaba que aquella
persona ya estaba morando en las Tierras Inexploradas.
Cuando calló la noche, Marie Bronne
ya había salvado a la mayoría de las personas de Valleplata y, valiéndonos de
los pocos víveres que el invierno nos había dejado, organizamos un sucinto y
humilde banquete en honor de aquella anciana extraordinaria. Para nuestra
sorpresa, cuando Marie llegó al banquete y vio el escaso alimento que teníamos,
dio otra muestra de su bondad y, pronunciando unas palabras en un idioma que nunca
había oído, multiplicó los alimentos que habíamos dispuesto sobre la gran mesa
del ayuntamiento.
Comimos y reímos todos juntos,
celebrando el cambio tan repentino en nuestra suerte, y se regó la comida con
buenas cantidades de vino y de hidromiel en honor a todos aquellos que habían
caído y que caerían en los días venideros. Pero entre el tumulto de gente, vi
como el alcalde miraba con ojos avariciosos a Marie Bronne. No hablaba con
ella, pero tampoco le quitaba la vista de encima. Por aquel entonces, motivado
por la inocencia de la niñez, pensé que se trataba de admiración y fascinación.
Qué equivocado estaba.
Marie Bronne pasó la noche en la
mejor habitación de la única posada que había en Valleplata. Nos dijo que el
bosque la reclamaba, que no podía estar mucho tiempo separada de él y que con
las primeras luces del alba volvería al que era su hogar, pero, si alguna vez
la necesitábamos, sólo teníamos que adentrarnos en el bosque con un lirio
blanco arrancado en la puesta de sol, y ella acabaría por encontrarnos.
Al día siguiente, cuando el sol
todavía no había asomado entre las colinas, la gente de Valleplata preparó una recepción
de despedida. Las mujeres del pueblo, lideradas por mi madre, habían trabajado
toda la noche para coser una exquisita capa de seda roja, la cual lucía una
imponente mariposa de alas blancas. Un pequeño obsequio como agradecimiento por
su inestimable ayuda. Pero el alcalde tenía otros planes para nuestra invitada.
Cuando Marie Bronne se disponía a
salir de la posada, un grupo de cinco hombres armados la apresó, la golpeó y la
engrilletó, ajenos a las protestas del resto de los aldeanos.
Sebir, el alcalde, dijo que Marie
Bronne sería la llave que les abriría las puertas de las riquezas del reino.
—Valleplata nunca ha tenido nada que
ofrecer al Rey desde que nuestras canteras fueron esquilmadas. El resto de los
territorios del reino nos miran por encima del hombro porque piensan que no
sabemos hacer nada más que cultivar grano y esquilar ovejas. Pero con Marie
Bronne de nuestra parte, con su magia a nuestro servicio, les mostraremos que
se equivocan. Daré a Valleplata y a su gente el legado que se merecen.
Para mi horror, la mayoría de mis
vecinos vitorearon las palabras de Sabir, y encerraron a Marie Bronne en la
única celda que había toda la aldea, cerca de los establos. Esa misma tarde,
cuando el sol había teñido de sangre las nubes del cielo, me escabullí de casa
y me dirigí con pasos furtivos a la celda.
El lugar olía a sudor y a excrementos
a pesar de que el frío todavía dominaba el valle. Noté como algo se quebraba en
mi interior al ver a Marie Bronne encadenada, sentada en el suelo, con restos
de paja en sus cabellos plateados y manchas de barro y mugre en su precioso
vestido rosa.
—Niño —dijo con una voz dulce al verme
aparecer—. Qué alegría verte por aquí.
Acercó su cara regordeta a los
barrotes de la celda y sonrió. Parecía calmada, como si aquel fuese el final
más predecible de su visita a Valleplata.
Noté un ardor en los ojos y un nudo
en la garganta. No sabía si era por pena o por rabia. Verla encerrada en aquel
lugar era una auténtica tortura. No podía entender cómo la gente del pueblo
había condenado aquel ser puro y bondadoso, a su salvadora, a ser tratada como
si fuese mercancía inservible.
—Siento muchísimo todo lo que ha
pasado, Marie Bronne. Esto no debería haber acabado así. —Saqué de debajo de mi
chaleco la capa que las mujeres de la aldea habían cosido para ella—. Esto es
un regalo. Mi madre quería dártelo en persona, pero no nos dejan acercarnos
aquí. Solo quería que lo tuvieses, y que supieses que no todos somos tan
despreciables como Sabir.
La mujer tomó la capa de seda entre
sus manos, la extendió en el frío suelo y se quedó contemplando la mariposa
blanca durante unos segundos, después, dijo:
—Querido niño, no sufras por mí. Es
la mismísima naturaleza la que me otorgó mis poderes, ¿sabes por qué? —Negué
con la cabeza—. Porque yo la entiendo mejor que nadie. Como ella, yo sólo
quiero sanar y ayudar a aquellos que sufren desdichas. La naturaleza nos provee
de todo lo que necesitamos, nos amamanta con sus senos llenos de savia y nos
arropa con la calidez de su frondosidad. La naturaleza es benévola, pero no es
estúpida. Sabe bien cómo defenderse si alguien la profana. Escúchame bien
muchacho, porque solo diré esto una vez. Hoy, cuando el sol muera y de paso a
la noche, debes partir con tu madre. El destino no importa, lo que importa es
que no volváis a Valleplata hasta que el rocío de la mañana haya desaparecido.
¿Me has entendido?
Asentí con la cabeza mientras las
lágrimas formaban un cauce por mis mejillas. Marie Bronne me besó la mano, y,
tras despedirme de ella, volví a mi casa, amparado por las crecientes sombras
del crepúsculo.
No me costó convencer a mi madre de
seguir las instrucciones de Marie. Aquella anciana le había salvado la vida
hacía tan solo un día, y creía fervientemente que Marie era una enviada de los
dioses. Su palabra estaba por encima de cualquier alcalde, duque, conde o rey.
Hicimos un hato con mantas para
sobrevivir la gélida noche en el bosque, y salimos de casa. Pero para nuestra
sorpresa, no éramos los únicos que habían salido a la calle. Todos los vecinos
habían salido de sus hogares y hablaban entre ellos, nerviosos. Los tejados de
las casas estaban cubiertos por cientos de mariposas enormes, de alas negras como
el ópalo. Todos menos el nuestro.
Aprovechando la confusión, nos
perdimos entre la gente y pasamos el cementerio de la linde del bosque, sin
saber muy bien cómo íbamos a sobrevivir, pero con una fe inamovible en las
palabras que Marie Bronne me había confiado. Anduvimos durante unas cuantas
horas hasta encontrar un enorme roble, que tenía en su tronco un agujero con
forma de ojal, lo suficientemente grande como para guarecernos a ambos. Pasamos
la noche juntos, abrazados. Notando el calor que emanaba del cuerpo de mi madre
y embriagado por el olor de la corteza del árbol, me dormí profundamente.
Nos despertó el trinar de algún
pájaro que se había posado en lo alto del roble. El cielo estaba límpido y
presentaba un alegre color turquesa. Tras desperezarnos y comer un par de
manzanas de un manzano que había cerca del roble, marchamos de nuevo hacia
Valleplata, deseosos de conocer el destino de Marie Bronne.
De camino a la aldea, reinaba una
quietud que contrastaba de manera perturbadora con la alegría que el día
soleado trasmitía al bosque. Cuando nos acercamos por el camino de tierra que
conducía a Valleplata, comenzamos a alarmarnos, ya que no se escuchaba nada.
Absolutamente nada. Las cruces de madera podrida que señalaban la posición de
los cadáveres habían desaparecido, y en su lugar una hilera de margaritas
blancas moteaba la hierba.
Cuando llegamos a la aldea, cogidos
de la mano, nos invadió una mezcla de terror y sobrecogimiento. Valleplata
había desaparecido por completo. La aldea de mi infancia había mutado durante
la noche y se había convertido en algo arrebatadoramente bello y, de algún
modo, terrorífico.
Las casas de la aldea estaban
cubiertas por un denso musgo verde, del cual surgían florecillas de diversos
colores. Los caminos estaban sembrados de hierbas que me llegaban hasta las
rodillas. Aquí y allí, había árboles no muy grandes que habían crecido en
extrañas formas. Cuando nos cercamos a casa del alcalde, vimos un nogal de
pequeño tamaño, con una forma que recordaba a la de un hombre arrodillado. Las
protuberancias de su corteza tenían un escalofriante parecido con los rasgos
del rostro de Sabir. De las ventanas de la casa del alcalde salían ramas y
zarzas, y la fachada estaba recorrida por una hiedra de enormes hojas
esmeraldas que había apresado la vivienda como si fuese una enorme garra
vegetal. Del tejado, ondulando al viento como una bandera pirata, pendía una
capa de color carmesí que tenía grabada en el centro una gran mariposa, de alas
negras como las tinieblas de la tumba.

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