Cuento: La Protegida del Sol
La Protegida del Sol
Una densa niebla veló el reino cuatro días antes del
nacimiento de la princesa. Era como si el sol estuviese reservando sus fuerzas
para brillar cuando ella naciese. Y así fue. A pesar de que era invierno, el
sol centelleó con la fuerza del verano el día en que Leyla vino al mundo. Todo
el reino se tomó aquello como un augurio de las bondades que tendría la
princesa.
La niña creció. Plebeyos, nobles, caballeros y reyes hacían
cola en la puerta del castillo, con la esperanza de ver a la princesa desde sus
aposentos y que esta les dedicase una cálida sonrisa. Cualquier hombre hubiese
hundido cien navíos sólo por una pizca de su afecto. Pero parecía que la
princesa sólo pertenecía al sol. Todas las mañanas salía a su balcón, con una
sonrisa prendada en los labios y una mirada soñadora que escrutaba el límpido
cielo matinal. Se decía que su pelo era tan lustroso y brillante que hacía
palidecer al oro. Sus labios eran del color del cerezo en flor. Las facciones
de su rostro eran tan perfectas que hacían enmudecer a los poetas y enloquecer
a los pintores. Su movimiento era grácil como el de un cisne deslizándose a través de
la superficie de un lago. Su risa, el dulce tintineo de cien campanas de
cristal. Sí, el pueblo adoraba a Leyla, pero no la adoraban por que fuese
arrebatadoramente bella: la amaban porque la bondad de su corazón parecía no
tener límites.
Durante el equinoccio de primavera, se celebraba en el reino
un festival para dar la bienvenida a la nueva estación, que estaba llamada a
traer con ella la prosperidad de los cultivos y el resurgir de la naturaleza.
Aquel año, la agitación del gentío respondía a una única
razón: la princesa asistiría a la festividad.
Cuando llegó el día del festival, la actividad en las calles
era frenética. Vendedores ambulantes venidos de tierras lejanas instalaban sus
variopintas carpas y tiendas hechas de telas remendadas en los espaciosos
campos que rodeaban la muralla del reino. La gente acudía al improvisado
mercado con los bienes que esperaban vender para ganar un sustento: cabras y
caballos, cuero, verduras, frutas, carne en salazón, perfumes, especias, telas,
miel…
El anodino campo se vio transformado por la mezcolanza de
gente y productos extranjeros. Se sentía el júbilo palpitando a través de todo
el feudo, imbuyéndolo de una renovada vitalidad. Al caer la tarde, la princesa
bajó al mercado. El sol parecía henchido de orgullo al ver a su protegida
caminar por las calles, acompañada por un séquito de doncellas y sirvientes. Sus
pasos eran precedidos por alabanzas hacia su belleza y su gracia, y la gente la
agasajaba con exóticos regalos y dulces palabras de admiración. Leyla se paseó
por todos y cada uno de los rincones del mercado, dando la bienvenida a los
extranjeros y agradeciendo a los lugareños su participación en la festividad.
Pero entre la multitud, un alma torturada observaba a la muchacha con ojos anegados
de oscuras intenciones. Era Lady Cárcena: una mujer noble cuya casa era
vasalla de la familia de Leyla. Lady Cárcena creció albergando un profundo
rencor hacia la princesa, que culminó cuando su prometido, Lord Meryon, decidió
abandonarla a pocos días de contraer matrimonio; tras quedar cegado por la
belleza de Leyla, y sobrecogido por la bondad de la que carecía su prometida, cuando
vio a la joven en una justa celebrada poco antes del equinoccio.
Hacía tan solo cuatro días que aquel que estaba llamado a ser
su marido le había confesado sus intenciones de romper la promesa de matrimonio,
alegando que no podía fingir querer a Lady Cárcena cuando su corazón latía por
el afecto de otra dama. De modo que, dejando a su prometida relegada a la
compañía de las sombras de su castillo, preparó su corcel para partir hacia
tierras desconocidas; para traer de ellas un regalo que fuese digno de la
admiración de la princesa.
Lady Cárcena no había intentado hacerle cambiar de opinión.
Lo despidió deseándole lo mejor en su nueva empresa, y obsequiándole con una
copa del más exquisito vino de sus viñas. Lord Meryon aceptó el brebaje,
conmovido por la comprensión de su antigua prometida, y bebió hasta la última
gota antes de partir.
Lady Cárcena no esperaba tener noticias de Meryon. La copa
que había saciado su sed también guardaba en su interior la esencia de una
extraña raíz, que debilitaría su espíritu y haría que su corazón se parase al
cabo de unas tres o cuatro noches. Su ex-prometido estaría demasiado débil y febril
para pedir ayuda antes de que llegase su trágico final; y acabaría con la
lengua hinchada, la piel cerúlea y convertido en alimento de los animales
carroñeros.
Si su corazón no latía por Lady Cárcena, no latiría por
nadie.
Pero la venganza de la mujer no había llegado a su fin.
Ahora, vestida como una plebeya, avanzaba sigilosa entre la multitud, con sus
negras pupilas clavadas en el rostro de la princesa. Leyla detuvo a su comitiva
en la tienda de un hombre que clamaba tener el mejor jugo de naranja de todo el
reino. Lady Cárcena aprovechó la situación para deslizar dos gotas de la
esencia de raíz en la jarra de madera antes de que el tendero la rellenase del
zumo anaranjado, y se la ofreciese a la princesa. Como todo el mundo estaba embelesado
por la presencia de la joven, nadie reparó en la figura ataviada con harapos
que se había acercado al mostrador, para desaparecer entre la multitud como una
vaharada de humo.
Ajena a las malas intenciones y al peligro que se cernía
sobre ella, Leyla apuró el contenido de la jarra.
Al día siguiente, la noticia se expandió por el reino como la
bruma matutina: la princesa Leyla había caído enferma.
Esa misma tarde se ejecutó al tendedero que le había dado el
zumo. Cuando el sol estaba a punto de ocultarse entre las montañas, los
jardines de Palacio se llenaron de médicos, alquimistas, hechiceros y brujas,
que estaban en deuda con el reino y esperaban tener un remedio en su repertorio
que pudiese curar a la amada princesa. Todos ellos fracasaron.
Mientras, Lady Cárcena disfrutaba de una copa de hidromiel en
sus aposentos, observando el castillo en lontananza mientras las luces
crepusculares teñían su fachada de un color carmesí; esperando ávidamente la
inevitable noticia de la muerte de su enemiga. Cuando Leyla falleciese, los
reyes quedarían sin descendencia y ya no habría nadie que eclipsase su
presencia.
Pero lo que la envidiosa noble desconocía era que la bondad, como
un guijarro que se arroja al lago, crea ondas a su alrededor: ecos de
benevolencia que perduran aun cuando la piedra se ha perdido en las
profundidades.
Pasaron dos días, y la salud de la princesa seguía
deteriorándose. El sol brillaba con menos lustre, como si compartiese la
desdicha del reino. Nadie era capaz de curar a la joven.
Cuando menguó el día, también lo hicieron las esperanzas de
los reyes. Pero al caer la noche apareció en las inmediaciones del castillo una
anciana de piel oscura, ataviada con una túnica dorada y cargando con un viejo
hato a su espalda. Caminaba encorvada y apoyando su peso en un bastón de madera
que se asemejaba a la raíz de un enorme roble.
Ante la insistencia de la mujer, los guardias la llevaron en
presencia de los afligidos padres.
Cuando estuvo ante los regentes, la mujer se identificó como Isha
Alyr. Una de las siervas del Sol. Les contó a los reyes que su Señor le había
hablado en sueños. Le había mostrado a la muchacha muriendo, y había expresado
sus deseos de que salvase al ser más puro que habitaba aquel anodino mundo.
Los reyes, sin nada ya que perder, concedieron permiso a la
sacerdotisa del Sol para que viese a su hija antes de que ella los abandonase
para siempre.
A pesar de que sólo había visto a Leyla en sueños, Isha Alyr
no pudo evitar que una lágrima rebelde recorriese su mejilla al ver a la
convaleciente princesa. La chica yacía en la cama, inerte como un muñeco. Su
respiración iba acompañada de débiles pitidos. Sus labios se habían cuarteado y
estaban pálidos. Sus rasgos, aún hermosos, se fundían con las facciones de su
cráneo. Nunca hubo una imagen tan terriblemente perfecta de la fragilidad.
La anciana se acercó a Leyla y la examinó. Sacó unas varas de
madera de los pliegues de su túnica, las quemó en la chimenea de la habitación,
y dejó que el humo aromático envolviese a la princesa convaleciente. Tocó la fría
frente de la enferma. Pidió a la muchacha que abriese los ojos, examinó sus
pupilas y exhaló un suspiro.
La anciana volvió junto a los padres negando con la cabeza.
No había nada que hacer por la princesa.
Ante la noticia, los reyes se abrazaron, prorrumpiendo en
quedos sollozos.
La hija del Sol los miró, y después volvió a posar sus ojos
en el débil cuerpecito que yacía sobre la cama.
—Para Leyla ya es demasiado tarde —musitó la mujer con voz
ronca y apenada—. El veneno ha tomado su cuerpo. Aun así…, queda una última
opción. —Los ojos de los reyes se abrieron de par en par, expectantes—. Aunque
antes, debéis saber que hay un precio a pagar. Salvaré a la princesa, sí, y
nunca más volverá a saborear el amargo beso de la enfermedad. Pero ya no os
pertenecerá. Ni a vosotros, ni a nadie. Nunca. No podréis tocarla, pero podréis
verla. Estará siempre presente. Siempre ausente. Su belleza y su bondad
quedarán inmortalizadas para iluminar nuestro camino cuando más lo necesitemos.
Una eternidad contemplándola, una eternidad añorándola. Ese es el precio. Así
que decidme, ¿estáis dispuestos a pagarlo?
Los reyes asintieron. Conservar un recuerdo de su hija, fuera
cual fuese, sería mejor que tener una cama vacía impregnada del olor de la
muerte.
La mujer se dirigió a una esquina del cuarto, donde había
dejado su sucio hato, y rebuscó en su interior hasta sacar una caja de madera
negra. A través de la ranura de la caja se podía percibir un brillo argénteo.
Los reyes contuvieron el aliento. Incluso Leyla se esforzó
por incorporarse para ver mejor la misteriosa caja.
La mujer se acercó lentamente hacia la cama, con paso
ceremonial.
Sus arrugados dedos abrieron con un movimiento la tapa de la
caja. En su interior, había dos zapatos blancos. Una trémula luz plateada parecía
velarlos. Cientos de pequeños destellos refulgían a lo largo de su superficie,
y parecían tan livianos que Leyla creyó por un instante que estaban hechos de
aire y humo.
La mujer se los tendió con una sonrisa rota. Las facciones de
su añeja cara iluminadas por el resplandor plateado de los zapatos.
—Cálzatelos, mi niña. Póntelos y camina.
La mujer dejó la caja en su regazo, y cuando su luz iluminó a
la princesa, dio la impresión de devolverle la vitalidad.
La joven tomó aquellos preciosos zapatos entre sus manos y
contuvo el aliento, maravillada ante el fascinante regalo.
Con lágrimas de gratitud en los ojos, Leyla se sentó en la
cama y se puso los zapatos. Se escuchó un leve tintineo cuando se puso en pie,
envuelta en un leve resplandor blanco.
Los reyes no daban crédito. Su hija, que hacía tan solo unos
instantes se hallaba a las puertas de la muerte, parecía ahora revitalizada. Y
brillaba. Como una estrella
La princesa los estrechó durante un momento en sus brazos,
después, tomó la cara de la anciana entre sus relucientes manos y la besó en la
mejilla.
Se dirigió hacia el balcón. Fuera, la noche había extendido
su manto, y los astros rutilaban con fuerza. Saludaban a su nueva señora.
Leyla se subió al pretil del balcón, y dio un paso al vacío.
Pero no calló.
Al otro lado del reino, Lady Cárcena miraba hacia palacio,
como solía hacer últimamente: expectante. En cualquier momento redoblarían las
campanas, anunciando la muerte de su enemiga. Pero las campanas nunca llegaron a sonar:
en su lugar, vio una figura resplandeciente que flotaba en medio de la noche.
La gente del pueblo, que esperaba a las afueras de palacio,
quedó enmudecida al ver cómo su amada princesa caminaba hacia el cielo nocturno
por encima de sus cabezas.
Leyla quedó flotando en el aire, refulgiendo como un cometa. Se
giró y les dedicó a todos una última despedida, antes de peregrinar rumbo a la
noche. Convertida en un símbolo. La Protegida del Sol. La Reina de la Luz en
los dominios de las tinieblas. Un símbolo eterno que nos dice que, incluso en la noche más
oscura, hay una luz dispuesta a recordarnos que el día llegará.
Ahora, Leyla sale cada noche, arropada por sus hermanas las
estrellas, observándonos desde lo alto, convertida en patrimonio de todos, y en
propiedad de nadie.
En cuanto a Lady Cárcena, pasó el resto de sus días tratando de olvidar su terrible sino con el licor. Cada noche de luna llena, salía al balcón a maldecir a la princesa, cuyo rostro brillaría eternamente en el cielo, haciéndola saber que ya nunca la dañaría. Jamás podría alcanzarla.

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